Solo quería recordártelo

Foto de Alberto Rodríguez

Un colega me contó una fórmula para evaluar cómo anda uno de amistades. Se trata de buscar en tu agenda de teléfono y seleccionar cuántas de las personas que hay en ella, si tuvieran un problema grave, acudirían a ti para que les ayudaras a afrontarlo. Excluye de la selección familiares. Pongamos que señalas media docena. Piensa luego cuántas de esas seis crees que responderían si fueras tú el que solicita su ayuda. ¿Lo tienes? Pues bien, según mi colega, si el número resultante final de restar ambas cantidades es mayor de tres puedes considerarte afortunado, aunque si al menos tienes dos tampoco vas mal. Me pareció a mí interesante la fórmula. Pero si he de ser sincero no me convenció mucho esa visión tan utilitaria de las relaciones. Yo entiendo la amistad de otra manera.

Uno sabe que tiene un buen amigo cuando puede seguir una conversación que inició tres meses antes en el mismo sitió en el que la dejó. La amistad puede soportar honrosa el paso de los días porque no requiere de exhibiciones de compromiso, ni necesita de grandes explicaciones. Aunque, como todo, precisa de un poco de actualización, de saber en qué anda el otro. Y es que las personas tenemos la extraña sensación de que la vida de los demás se paraliza cuando dejamos de verlos. Pensamos que, mientras nuestro mundo sigue adelante lleno de cosas nuevas, los demás se congelan en el tiempo esperando a revivir cuando volvemos a encontrarlos. Por eso hay que cuidar las relaciones a pesar de que no parezca necesario. Porque a veces la vida nos desparrama, nos vapulea. Y terminamos por perdernos, por no saber quiénes somos realmente. Los amigos nos hacen de ancla, de conexión a tierra. Un amigo me enseñó que los barcos anclados orientan siempre la proa al viento. Me parece una buena metáfora.

Una característica diferencial de un buen amigo es que te permite ser quién eres. En su presencia no tienes que fingir, no necesitas transformarte en nada. Piénsalo. Piensa en las personas que te hacen sentir bien. Seguro que algo que tienen en común es que te aceptan tal y como eres. Mejor aún: te quieren por lo que eres. Hay falsos amigos que necesitan canibalizar al otro, que ponen condiciones para la hermandad. Son gente insegura que, incapaces de ser por si mismos, necesitan que el otro les dé el prestigio o el halago del que no saben hacerse merecedores. Los amigos verdaderos no ponen condiciones, no hacen exámenes. Simplemente, están.

La amistad tolera bien lo silencios porque está hecha de presencias incondicionales. Puede haber más complicidad en un silencio compartido que en mil palabras intercambiadas. Y esa tesitura resiste bien la distancia, al menos la física, no tanto la psicológica. La amistad es el arte de estar porque uno ha decidido que eso es lo que quiere hacer. Es enemiga acérrima de las obligaciones, de lo forzado, no entiende de exigencias. Se hace fuerte en las decisiones libres, en las que se toman con el corazón, desafiando si es necesario a la razón. “Tú y yo somos amigos porque lo somos”. Me dijo una vez un colega cargado de convicción. No tuve nada que objetar. No hay verdad más verdadera que la que se basa en la fe ciega.

La amistad se alimenta de historias, de historias compartidas. Relatos que solo hay que evocar para que todo el mundo recuerde sin que sea necesario volver a contarlos. Las personas entrelazamos nuestras vidas mediante las historias que narran las experiencias que hemos vivido juntos. Primero las experimentamos, luego nos las contamos y después se las trasladamos a los demás. Los relatos se hacen más poderosos conforme los vamos contando. Se fortalecen cuando los referimos y los demás nos preguntan, y cada respuesta sirve para adornar la crónica con un nuevo detalle. Una buena historia tiene un poder increíble porque al rememorarla volvemos a experimentar las emociones que vivimos la primera vez. Las emociones son el mejor pegamento para los recuerdos. Revivir historias hermosas es el mejor tributo que le podemos hacer a la diosa amistad.

Estamos cosidos entre nosotros por historias compartidas. A veces divertidas y extraordinarias, otras tristes y trágicas. Y son estás últimas las que más nos unen. La amistad se construye con alegrías compartidas, pero se fortalece cuando soporta los malentedidos, la pérdida o el fracaso; cuando las costuras se tensionan y parece que van a romperse, pero acaban resistiendo. La adversidad estrecha los lazos. Las historias tristes no necesitan ser recontadas insistentemente, poco se gana con revivir el dolor, pero hacen de cimiento sólido para el resto. Nos revisten de la convicción de que lo que tenemos es sólido, capaz de aguantar lo que venga en el futuro. Y cuando una amistad está consolidada tiene la fortaleza del diamante. Un amigo nunca te falla porque uno siempre está dispuesto a disculpar y entender sus ausencias. Aunque la incondicionalidad implique, a veces, convivir con la lejanía. Los amigos no están a prueba, no necesitan demostrar nada. Se respeta su distancia.

Todos estamos hechos de trocitos de otros seres, de historias que nos vinculan a otros. Por eso la lealtad es cualidad inherente a la amistad. No traicionas a una persona, traicionas a una historia compartida, la traición es un desgarro que afecta a todos, al fallar al otro te fallas sobre todo a ti;  a la parte de ti que compartes con el otro. La deslealtad es un atentado contra tu propia identidad. Por eso es tan difícil convivir con ella, porque el ingrato ya no puede seguir siendo el que era, porque al arrancarse un trocito del otro ha cercenado una parte de sí mismo.

Yo soy porque tú eres, porque tú estás, porque juntos somos. Y lo que yo soy no se puede, ni se debe, explicar sin ti. Solo quería dejarlo por escrito. Solo quería recordártelo.

Alberto Rodríguez M.

 

 

 

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