El barón de Münchausen

Fuente de la foto:  National Geographic

La vida se pone a veces cuesta arriba. Como cuando vas por el monte y te parece que es la última rampa y luego viene otra, y otra más. Vivir es complicado. “El mundo no es una fábrica de conceder deseos” decían los adolescentes curtidos por el cáncer de la novela Bajo la misma estrella. La lucha de cada día, para salir adelante, no es nunca fácil. Para nadie. O para casi nadie. Pero, qué le vas a hacer. Tampoco hay alternativa. Tienes que seguir.

Cuando el día termina. Y el mundo te da una tregua temporal. Te sientas un ratito en tu sillón y piensas. En lo que podría ser y no es. En lo que debería ser y no es. En las ilusiones a las que fuiste renunciando. En la vida que se va escapando. Con cada respiración. Con cada latido. Te miras por dentro y te sientes viejo. Y sientes que el anhelo que tenías en el pecho se acabó diluyendo en cansancio. En tormento. Y ya sabes…, puedes deslizarte de nuevo por el tobogán de la amargura, torturarte en cada curva de autocompasión, golpearte con cada esquina de dolor; para acabar cayendo en la piscina del desconsuelo y allí…; y allí ahogarte. Otra vez. Párate y piensa: ¿dónde te lleva todo eso?, ¿para qué sirve? Si luego te vas a volver a levantar. Si has nacido para luchar. Si vas a seguir adelante. Porque no te queda más remedio, porque cuando la motivación se debilita el último impulso, o el penúltimo, nace de la desesperación. De la pura desesperación.

Hay una leyenda alemana que suelo contarle a la gente. El protagonista es el barón de Münchausen, un personaje real del siglo XVIII que la literatura convirtió en una figura mítica. Una especie de antihéroe cómico que viajaba en balas de cañón y se iba de excursión a la luna en globo. Una de las extravagantes hazañas del barón transcurre en una ciénaga. Imagínate al noble teutón cabalgando en su caballo enjaezado con una pesada silla de montar. Vistiendo gruesa casaca, peluca con coleta y esa especie de sombrero parecido a un tricornio que estaba tan de moda en esa época. Pues bien, cuenta el relato que el barón, caballo incluido, cayó en un charco de arenas movedizas cuando viajaba en solitario por un retirado bosque. Sus primeros intentos de salir tuvieron el infructuoso resultado de hundirle cada vez más. Lo cual no desanimó al noble, que haciendo gala de sus extraordinarios poderes de antihéroe siguió afanándose por escapar del pegajoso lodo. Con pocos resultados, eso sí. A veces hace falta tiempo y reflexión para darte cuenta de que lo que haces para intentar resolver un problema es precisamente lo que te hunde. Que si lo que haces no funciona, además de no traer una solución, acaba convirtiéndose en lo que mantiene el problema. Pero el bueno de Münchausen no se había ganado su fama por rendirse a la primera de cambio. Al contrario. Un tipo capaz de viajar en balas de cañón no podía dejarse vencer por un poco de barro. Así que ideó una estrategia grotesca para salir del mal paso. Agarró con fuerza su coleta y tiró con energía para sacarse a sí mismo, caballo incluido, del barro. Después, continuó con su viaje.

Lo sé. Sé lo que estás pensando. Los héroes de las películas solucionan los problemas de otra manera. Generalmente golpeando a alguien o a algo. Al lado del apuesto y fornido capitán América, Münchausen queda tirando a patético. Y, sin embargo, a mí me encanta su idea. Me parece tan estrafalariamente auténtica, tan genial, que la he hecho mía. A veces, cuando ya no sabes qué hacer, cuando empiezas a perder la esperanza. Lo único que te queda es tirar de tu pelo, agarrarte del cabello y tirar de tu cabeza, de tu persona, para seguir adelante. Tira de ti y sigue adelante. Esperando que el barro se seque y que el bosque claree. Esperando que las cosas mejoren, que la vida sea más fácil. Buscando un nuevo sitio, una nueva oportunidad. Esperando que es una palabra que comparte raíz con otra todavía más hermosa: esperanza. Tira de tu coleta imaginaria y sigue adelante. Como el barón de Münchausen.

Alberto Rodríguez M.

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