Foto de la Ezwa
Las ventanas son ojos. Cuadradas o rectangulares. Grandes o pequeñas. Las ventanas son los ojos por los que los hogares miran el mundo. Pueden parecer accesorias, aburridas; pero son esforzadas trabajadoras. Deben resguardar celosamente la vida secreta que transcurre en su interior y, además, todas miran curiosas tratando de averiguar lo que ocurre fuera. Cada una de ellas ofrece un paisaje, de todas se escapa una historia.
Hay ventanas de campo y ventanas de ciudad. Las de campo son estructuras recias. Están hechas para proteger a la gente de dentro, no se permiten veleidades. Son amigas de los pájaros y los insectos, conviven con ellos pero imponiendo su disciplina: "no puedes pasar, cada uno ha de tener su sitio". Las ventanas de campo son severas, orgullosas. Observan desde su soledad la campiña. No se cansan de mirar prados y árboles, ríos y montañas. Son testigos silenciosos del paso de las estaciones. Cada temporada les impone un reto. Hay que resistir herméticamente para no dejar entrar al invierno, y luego abrirse poco a poco para permitir que la primavera caliente las habitaciones. En el verano se transforman en esforzados veleros buscando rachas de viento que alivien, aunque sea un instante, el fuego del interior. Pero, la mejor época para las ventanas de campo es el otoño.
En otoño las ventanas se convierte en pantallas multicolores. En esta estación están prohibidas las persianas. Es fundamental estar atentos al espectáculo de la naturaleza. En otoño la luz juega con los cristales. Mientras los verdes se transmutan en marrones y la naturaleza se desprende de lo accesorio. Las ventanas observan impasibles el paso de cada nube, la caída ondulante de cada hoja. A veces no pueden contener su entusiasmo y se abren en un aplauso, golpeando los batientes con la complicidad del viento. Mucha gente no lo sabe, pero a las ventanas les gusta la lluvia. Juegan a retener las gotas de agua sobre las cristales y a mezclarlas con rayitos de luz perdidos formando caleidoscopios. Después dejan que las gotitas luminosas compitan en errática carrera para llegar al marco. Y a veces ocurre el milagro. La mayor recompensa que una buena ventana puede recibir. La nariz de un niño se pega a su cristal y lo empaña con su respiración. Juega el pequeño a acariciar el vidrio frotándolo con el dedo para ayudar a que la gota caiga, se estrelle contra el filo y desaparezca. El agua se esparce por la calle y la luz alumbra, por un instante, la pupila de su conductor.
Las ciudades están llenas de ventanas claustrofóbicas que viven atrapadas en estrechos patios de vecinos. Ofrecen paisajes de cuerdas y ropa tendida. Ellas miran con timidez para no trastornar la intimidad de las otras ventanas. Cada una es vigilante celoso de lo que ocurre en su interior, aunque no siempre pueden evitar que, en un descuido, se filtren imágenes del drama que se escenifica detrás del telón de las cortinas. La frustración mayor de una ventana es no poder enseñar el cielo. Todas añoran el azul, es su color favorito. Las más viejas acaban deformadas, se retuercen hacia arriba tratando de vislumbrar el sol; en vano intento de cumplir la función que el diseño de un desconsiderado arquitecto les hizo imposible.
En las ciudades también hay ventanas afortunadas. Éstas ofrecen horizontes de antenas y tejados. Paisajes de edificios y calles. Las de ciudad son ventanas exhibicionistas, cosmopolitas. Dejan que las atraviese el ruido de las calles, el murmullo de los coches, el bullicio de la gente que viene y va. Pero también saben ser paranoicas y encerrarse tras persianas y visillos. Entonces miran hacia adentro, a la oscuridad interior torturada por la luz eléctrica. A las ventanas no les gusta la electricidad, están hechas para la luz solar. La electricidad es solo un triste sustituto. Muchas añoran los tiempos en los que no había cristales y su único abrigo era una tabla de madera.
Foto Alberto Rodríguez
La gran riqueza de una ventana de ciudad es mostrar a los ocupantes millares de ventanas hermanas con las que soñar. La curiosidad es cualidad de toda ventana que se precie. Sobre todo de las más viejas, las fabricadas en madera, esas que ya no deben abrirse porque es posible que no vuelvan a encajar de nuevo. Las ventanas de ciudad se miran unas a otras con impasible descaro. Simulando indiferencia para no perturbarse demasiado, pero incansables acechadoras de cambios. Ellas tienes su propio lenguaje de signos. Una persiana a medio bajar, una cortina accidentalmente abierta, una pieza de ropa colgada. Cada gesto tiene un significado. Son como las banderas de señales de los marineros. Ningún detalle pasa desapercibido para las demás. A veces, para provocar, una ventana puede proyectar sombras que se mueven en bailes confusos. Otras muestran descaradamente personas que se apoyan en sus quicios mirando hacia afuera. Pero eso no dura mucho tiempo, las ventanas son divas engreídas, poco amigas de ceder demasiado protagonismo a las personas.
Por eso, yo, he hecho un pacto de honor con mis ventanas. Les dejo ser las héroes casi todo el tiempo. Les permito ser curiosas. y dejo que me cuiden a su manera. No les recrimino cuando deciden - impunemente - compartir mi intimidad con las demás ventanas. Tampoco me enfado demasiado cuando son perezosas y dejan que la lluvia o el viento se cuelen con descaro en mi habitación. A cambio, solo les pido unos instantes. Tiempo robado a su arrogante protagonismo. Entonces las abro de par en par, y hago como si no existieran. Ahora soy yo el que miro. Dejo que mi casa se llene de reflejos de sol y de bocanadas de brisa. La neblina se extiende por la bahía y los barcos parecen fantasmas que se escapan de un puerto misterioso. Las gaviotas vienen a saludarme. Pero no dejo que nada me distraiga. Yo solo miro a las ventanas, a las otras ventanas, a las de fuera. Y juego a imaginarme la vida de la gente que está detrás de ellas. Las ventanas son historias.
Alberto Rodríguez M.