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Te pregunté cómo estabas. Me dijiste un bien que me sonó a “déjame en paz”. No quise insistir. Tu mirada se fue hacia otro sitio y enseguida sacaste el teléfono. Tu no sabes que yo he pasado horas, algunas las mejores de mi vida, observando tus sentimientos para tratar de aliviarlos; cuando eras un niño, cuando todavía me necesitabas. Así que te conozco más de lo que quieres admitir. Crees que no puedo entender lo que te pasa y te equivocas. Hay experiencias que son atemporales, que son iguales para todos no importa la época, o el sitio, la edad o la condición. El amor es una de ellas. Por eso nos identificamos con las canciones o con las poesías que otros escriben.
Tal vez porque nacemos del vientre de otro ser, nuestra madre; y vivimos muchos años de inmadurez dependiendo de otros adultos. Quizás porque formamos parte de una especie condenada genéticamente a colaborar con los demás para mantenerse sobre el planeta. Probablemente porque, a pesar de todo, y por mucho que vivamos rodeados de gente, los seres humanos estamos casi siempre solos, con nuestra cabeza, con nuestras decisiones. En definitiva, y por lo que sea, necesitamos a los otros, su contacto, su aprobación..., su piel.
Enamorarse es, a veces, una mierda; aunque también sea lo más hermoso que uno puede sentir en la vida. Lo que pasa es que detrás del amor hay demasiadas cosas que lo complican todo innecesariamente. Por eso me decido a escribirlo, a escribírtelo.
El amor, te decía, es por encima de todo necesidad, un impulso biológico. Pero también es intimidad, amistad, poder, seguridad. ¡Tantas cosas! Déjame que hoy te hable sobre una de ellas: el poder. Ya habrá tiempo de hablar de las otras.
Te cuento. Toda interacción humana está basada en dos procesos: dar y recibir. El amor romántico es muy de dar sin esperar nada a cambio. Es muy “esto es lo que siento y ya…, no importa si los planetas dejan de girar, yo siento lo que siento y moriré por ello si hace falta”. Es bonito eso, poco práctico –y el amor no tiene porque ser práctico–, pero un poquito sí, que si no se sufre mucho. Así que uno espera recibir algo a cambio, ser correspondido. Y ahí es dónde empieza todo el lío.
Si recibes tanto como das serás afortunado. Al menos durante un tiempo. Luego las cosas de la vida acaban dificultando casi todo. ¿Por qué se complica? Verás, a mi entender el principal problema –que no el único– es la lucha de poder. Seguro que ya lo has notado porque se activa desde el principio, desde la etapa de cortejo. Desde que empezamos a conocer a alguien comienza un juego muy estratégico: te tengo que demostrar que me interesas, pero no mucho, no sea que te lo vayas a creer demasiado. Y a eso se le añade una vueltita de tuerca más: tengo que hacerme el duro para que la otra persona me perciba como difícil de conseguir y así aumentar mi valor; así que voy a utilizar los celos, los desplantes, los silencios comunicativos, los mensajes ambiguos, para joderte –perdón, para engancharte–. Es verdad que es ese un juego muy social en el que todo el mundo acaba participando. Pero recuerda, el que alguien sea inaccesible no lo convierte en más valioso. Si tienes que escalar una montaña para coger un cardo ignorando flores preciosas que encuentras por el camino haces el tonto querido. La gente que necesita hacerse la interesante es porque probablemente no lo es. La otra explicación es que sean muy inseguros, la gente segura se siente libre de exponerse porque es capaz de aceptar el rechazo.
Ya, ya se que es un lío, y tú lo que te preguntas es ¿pero yo cómo debo comportarme? Te respondo: donde el corazón te lleve, mi amor, que es –lo reconozco– el precioso título de un libro que nunca llegué a leer. Tú se tú mismo. Y, sé lo que estás pensando, ¡así me van a llover las hostias! Y tienes razón, pero sabes que pasa, que más pronto que tarde aparecerá una persona libre, segura, hermosa, capaz de acercarse a ti desde la honestidad, desde la seguridad. Y te reconocerá, y la reconocerás. Y ocurrirá algo increíble: buscarás su mano mientras camináis juntos, y descubrirás que ella está también buscando la tuya.
Alberto Rodríguez M.