Cuando yo era estudiante, allá en la Salamanca de los años 80, había un viejito que vendía poesías. Paseaba su andar parkinsoniano por las calles que salen de la Plaza Mayor, en el centro de la ciudad. Era su caminar tambaleante, un desafío constante a las leyes de la gravedad. Yo siempre me lo imaginé asistido por los espíritus de todos los poetas muertos. Estoy casi seguro de que formaron un sindicato y que cada día le tocaba a uno ir a velar para que el anciano no tropezara en los irregulares adoquines de la calle. «Hey, Larra que hoy te toca a ti, que ayer fue Bécquer».
Es Salamanca una ciudad antigua de piedras ilustres. Con sillares dorados e historias solemnes fueron construidos sus edificios. De universidades y templos presumen sus calles. Es una ciudad vieja, repleta de gente mayor, como el resto de la ciudades de Castilla (y de León que no es Castilla pero como si lo fuera). De viejos que se cruzan, sin mezclarse, con los jóvenes estudiantes de su próspera universidad. La vida en Salamanca está condenada a pasar por la Plaza Mayor, como en toda ciudad radial. Por las calles del centro caminan incansables los ciudadanos, persiguiendo cada uno su afán. Corren los estudiantes que llegan tarde a clase; deambulan curiosos los turistas sorprendidos por la mezcolanza de bares e iglesias; caminan despacio los lugareños en busca de un comercio o de un encuentro inesperado.
En ese escenario el viejito vendepoesías pregona con voz estridente su producto: «Cómprame una poesía, cómprame una poesía». Camina con pasitos cortos e inseguros, pero raudo, mirando adelante, ajeno al trajín de los otros viandantes. «Cómprame una poesía» No parece tener mucho interés en vender. A veces ni siquiera se percata del gesto que algún turista le hace para intentar transar con él. Va enfilado. Con una trayectoria fija. Cuando llega a mitad de la calle frena progresivamente, le cuesta unos metros. Ahí es donde los espíritus de los poetas muertos hacen el trabajo más fino, se les intuye abriendo los brazos, protegiendo los flancos, atentos a sostenerlo si da un traspiés. Media vuelta y poco a poco retoma su velocidad de crucero. Cada paso es una palabra, cada giro un verso, una estrofa por trayecto. Todo el viaje una poesía. Su vida un libro incompleto.
—¿A cómo son las poesías señor? —pregunté tímidamente.
—El arte no tiene precio hijo —respondió entre pícaro e insolente. Me lo imagino repitiendo mil veces la ocurrencia ante cada cliente que consigue detener su carrera.
Le doy una moneda. Su gesto me deja claro que mi “no-precio” no es de su agrado. Es solo una mueca fugaz. Aprovechando la pausa, otros compradores se acercan a él curiosos. Tres o cuatro acaban comprando. Son versos corsarios, escritos a máquina en hojas amarillentas y recortados a pedazos con pulso inseguro. Hablan de piedras viejas, de himnos, de banderas. Están construidos con palabras altisonantes, rancias. Describen un mundo que ya no existe, o que ya únicamente sobrevive en la cabeza del viejito vendepoesías. Algunos compradores arrugan el papel y lo tiran disimuladamente al suelo. No hay peligro de que se ofenda, el escritor ha retomado su imparable marcha. Quizás persiguiendo la inspiración. Tal vez huyendo de la muerte. Rodeado siempre de sus espíritus protectores. Él también tendrá su lugar en el infierno de los poetas. El cielo no es un buen lugar para los que viven de la lírica. La inspiración nace del dolor, del amor no correspondido, de la felicidad desatada. Los poetas estrujan las emociones hasta convertirlas en palabras. Cada verso es una lágrima, una sonrisa, una punzada en el pecho.
La tarde cae y el color aureo de la piedra se transforma en el granate que anuncia la noche. Me imagino la ciudad vista desde arriba. ¡Qué ciegos estamos a veces! La belleza no está en las palabras que escribió el abuelo. La belleza está en la escena. En la calles doradas de la ciudad antigua, en el caminar obstinado del viejo, en los poemas rotos que, transformados en papel arrugado, huyen asustados entre los pies de la gente. La belleza está, siempre, siempre, en los ojos del que mira. En los ojos del que mira.
Alberto Rodríguez M.