Los sueños son transparentes

Foto Alberto Rodríguez M

Soñar es un fenómeno espontáneo que sucede en nuestra mente mientras dormimos. No sabemos exactamente para qué sirve, aunque probablemente tiene que ver con que nuestra cabeza sigue trabajando para ordenar y consolidar toda la información del día.

Y soñar también es eso que hacemos despiertos guiados por nuestros deseos y nuestras ganas de disfrutar de algo que anhelamos que nos suceda. Soñamos dormidos y soñamos despiertos. Necesitamos soñar. En ambas modalidades.

Dormidos o despiertos nuestro cerebro no puede parar de maquinar, de procesar información, para ayudarnos a entender el mundo, a darle sentido. 

Lo que sucede mientras dormimos puede parecer automático y fuera de nuestro control, mientras que imaginar despiertos parece una actividad más dirigida por nosotros. Luego no es tan así. Analicémoslo.

Seguro que te ha pasado alguna vez: te despiertas soñando algo muy bonito y empiezas a ser consciente de que solo es una alucinación de tu mente dormida, y a pesar de eso decides quedarte ahí, disfrutándolo, impidiendo que tu cerebro consciente te devuelva a la realidad. Será que algo, por poquito que sea, podemos hacer para mantener los sueños. 

Y hablando de los otros, de los que ocurren despiertos, de esas fantasías con las que nos gusta imaginar el futuro. Seguro que alguna vez cuando has estado esperando un cambio muy deseado –una nueva relación, un viaje, una adquisición muy ilusionante– tu mente se ha ido constantemente a fantasear cómo será la nueva aventura, el nuevo estado. Y no puedes, ni quieres, controlar tu imaginación que se va constantemente a eso, anticipando los goces que están por venir, sin que puedas a penas controlarlo.  Será que también en el soñar despiertos hay un elemento que escapa a nuestro gobierno.

Hay otro aspecto que equipara a los dos tipos de sueños. Y esta vez tiene que ver con el lado oscuro de ambos. A veces, por la noche, tenemos pesadillas, alucinaciones en las que ocurren cosas terribles que nos hacen despertar sobresaltados. ¿Tiene esa actividad una correspondencia en vigilia? La tiene, le solemos llamar rumiaciones. Son ese estado mental en el que no podemos parar de darle vueltas a pensamientos negativos, como si de una película de terror se tratara.“Y si tengo un accidente…”, “y si no soy capaz de hacerlo bien”; o: “¿qué habrán pensado de mí”,”¿seguro que dejé la casa cerrada? Todos tienen en común lo mismo. Ocurren cuando estamos despiertos, de una forma bastante automática, y muy centradas en algo que ha sucedido que nos pareció horrible o difícil de entender, o un acontecimiento futuro al que tememos. Como las pesadillas, pero mientras estamos despiertos. ¿O no? ¿Y si las rumiaciones fueran en realidad una forma de ensoñación, las congojas que dejamos crecer en nuestro cerebro mientras estamos despiertos?

Resumo entonces. Las rumiaciones se parecen a las pesadillas en que son negativas, y bastante automáticas. Y, además, en que, de tanto recrearlas en nuestro cerebro, nos las acabamos creyendo, terminamos confundiendo nuestros pensamientos con la realidad. ¡Lo mismo que nos pasa con las pesadillas, hasta que despertamos!

¿Se puede despertar de las ensoñaciones que creamos al sobrepensar? Se puede. A veces lleva trabajo aprender a sosegar la mente, pero se puede. Si durmiendo tenemos el control suficiente para alargar un sueño bonito o salir de una pesadilla, ¡cómo no vamos a tenerlo despiertos! Es verdad que nuestro pensar tiene mucho de automático, al final el cerebro es una máquina, pero es “nuestra máquina” y podemos ponerla a nuestro servicio. Podemos decidir cuando la dejamos fantasear, cuando la utilizamos para resolver problemas o cuando la permitimos sumergirse en cavilaciones inútiles (que es algo muy diferente a reflexionar).

Te doy un par de ideas. La primera para detener rumiaciones: píllate lo antes posible cuando empieces a hacerlo y recuerda que está en tu mano despertar de la pesadilla. Una buena forma de despertar es preguntarte a ti mismo si hay algún problema sobre el que tienes que tomar una decisión, si es así hazlo y ponte en marcha. Preocuparse tiene sentido únicamente como una fase anterior a ocuparse. Si no hay un problema y no tienes nada que decidir o cambiar, simplemente detén la rumiación, para la pesadilla, ¡no sirve para nada!

La segunda idea tiene que ver con soñar despiertos. Los humanos necesitamos hacerlo, necesitamos imaginar futuros deseados, es una forma de establecer las metas que dan dirección a nuestra existencia. Lo hacemos constantemente y a todos los niveles. Somos una especie condenada a progresar, esa es nuestra condición. Y eso, como todo, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Yo digo que somos como bicicletas, si paras de pedalear te caes. Y eso es a veces agotador, pero también maravilloso porque está bajo nuestro control. Podemos soñar con lo que queramos, con quién queramos, no importa cómo de alcanzables sean nuestros deseos. Al hacerlo disfrutamos y establecemos propósitos que nos dirigen y dan sentido a nuestra vida.

Por eso yo a veces imagino los sueños, como una especie de transparencia que superponemos a la realidad, para darle color, para hacerla más digerible, para mantenernos en marcha. Yo, hoy, te deseo una vida llena de sueños y lo más libre posible de pesadillas y rumiaciones. Los sueños son transparentes.

 

Alberto Rodríguez M.

Sistema inmunitario y resiliencia

Los seres humanos nacemos con dos maravillosos dones legado de la evolución. Tenemos un sistema inmunitario que nos permite enfrentarnos con un cierto éxito a las agresiones de virus, bacterias y todo ese sin fin de enfermedades que pueblan nuestro planeta. Y, además, tenemos una enorme capacidad de resiliencia psicológica que nos ayuda a enfrentarnos a situaciones complicadas, desde catástrofes climáticas o guerras, hasta la muerte de seres queridos o separaciones inesperadas. Parece bien pensado: un sistema de protección contra enfermedades físicas y otro contra problemas de índole más emocional.

Las últimas generaciones de esta cultura nuestra, la española – tal vez podamos generalizarlo a la occidental –, hemos cometido algunos errores de bulto a la hora de educar a nuestros hijos. Todos ellos con muy buena intención, eso sí. Nuestro nivel económico nos permitía ofrecer lo que entendíamos era un mejor calidad de vida para nuestros retoños. Así que el nacimiento de un hijo daba lugar a la compra de un inagotable repertorio de tecnología dedicada a la comodidad del bebé. Pañales, tetinas, chupetes, con sus consiguientes esterilizadores y máquinas para cocinar papillas. Impedimos gatear a nuestros hijos para que no se ensuciaran y procuramos liberarlos de todo riesgo de que se fueran a caer o herir. El problema es que al criarlos con tanta higiene y protección el sistema inmunitario no tiene que enfrentarse desde el principio a los agentes patógenos, lo que hace que aumente el porcentaje de niños enfermizos y alérgicos a todo tipo de cosas. Sí, aunque te parezca extraño, cuando los niños gateaban por debajo de las mesas de los bares cogiendo cosas del suelo estaban haciendo una especie de auto-vacunación. Además, al cambiar los juegos al aire libre por las tabletas disminuyeron las oportunidades de que niños y niñas desarrollaran su cuerpo, su musculatura, su destreza motora y todo tipo de competencias físicas. Ya lo sabes, la obesidad infantil es una plaga en nuestra sociedad.

 

Pero, además, siempre desde la premisa de la protección y el cuidado, decidimos que nuestros hijos e hijas tuvieran todo lo que pudiéramos darles, no importa si lo necesitaban o no, no importa que se lo hubieran ganado o no. Tantas veces he oído eso de “ya no sé que regalarle por navidad, tiene de todo”. Y tampoco es tan raro si lo piensas, la misma afirmación es cierta para muchos adultos. ¡Casi todos tenemos más de lo que necesitamos! Incluso los más desafortunados de esta parcela del mundo más acomodada en la que tenemos la fortuna de vivir. En este planeta nuestro en el que, durante miles de años, sólo las más fuertes, los más inteligentes, las más esforzadas, los más resistentes sobrevivieron; de repente, generaciones enteras tienen más de lo que necesitan sin hacer el más mínimo esfuerzo. Otra tema en el que hemos conseguido revertir en pocas generaciones lo que la evolución tardó milenios en construir. Resultado ¿qué pasa cuando te han dado sin tener que ganártelo? Que cualquier pérdida produce una enorme frustración. Y eso es lo que tenemos en esta época hordas de adolescentes ahogándose en un vaso de agua porque no les compran un teléfono nuevo, les obligan a ordenar su cuarto, las profesoras no les entienden, o su inmenso amor no es correspondido.

No quiero acabar esto en negativo. Aunque crea que tanto nuestro sistema inmunitario como nuestra capacidad de resiliencia va en declive, sigo pensando que la evolución no se detiene y que alguna sabiduría que todavía no entendemos está detrás de esta nueva deriva. La vacuna del Covid salvó millones de individuos con sistemas inmunitarios desprotegidos, y eso parece un buen ejemplo de cómo compensamos nuestras debilidades físicas con nuestra potencia científica. Y lo son también todos esos jóvenes (ellas y ellos) comprometidos con la ecología y el futuro del planeta. Y tal vez ese sea ahora el objetivo prioritario. Hasta ahora nuestra especie ha tenido que hacer un enorme esfuerzo para adaptarse al planeta, ahora eso ha cambiado, somos demasiado destructivos. Tanto que ahora es el planeta el que no consigue adaptarse a nosotros. Y vamos a tener que ayudarlo.

 

Alberto Rodríguez M.

El amor (II): sapos, principesas, brujas y cisnes.

¡Que no quiero líos! Cambia príncipe por princesa, o viceversa, donde tu quieras, y me da igual el color con el que vistas a ésta, me da lo mismo si es rosa o morado. Déjame aparcar un ratito el tema del género y contarte lo que quiero compartir.

Sigo a vueltas con el amor. Te cuento, me gusta mucho la filosofía existencial, y los modelos de terapia que de ella se derivan. Y un tema fundamental para éstos es el de las relaciones interpersonales y la soledad. Ya lo he dicho alguna vez antes, las personas pasamos en soledad una buena parte de nuestro tiempo. Unos más que otros, es verdad. Pero al final todos vivimos una buena parte de nuestra vida habitando nuestra cabeza y todo el vasto mundo que en ella creamos. Con dudas, preocupaciones, sueños, deseos… Todas esas cosas que nos contamos antes de dormir, o al despertar, o mientras conducimos; o todo el rato si estamos algo obsesionados. Así que nunca estamos realmente solos porque siempre estamos con nosotros mismos y, a veces, esa no es una buena compañía. Además, se puede estar muy sólo incluso rodeado de gente. Y ésta es la peor de las soledades porque implica haber perdido la esperanza de hallar el consuelo en los demás. 

Desde este principio básico de aislamiento, necesitamos acercarnos a los otros. Y necesitar es la palabra precisa. Y los otros pueden ser la solución y también el problema. Nos pueden dar el amor, el reconocimiento, la compañía, el alivio que necesitamo, o pueden convertirse en la peor de nuestras pesadillas.

En este deseo de búsqueda, y ahí es dónde quiero llegar, corremos el riesgo de pensar que un día aparecerá una persona que lo resuelva todo. El príncipe o la princesa (lo llamaré principesa), de nuestros sueños, quién dará por fin un sentido a nuestra existencia. Sí, sí, esa princesa que al besarte hará que dejes de ser un sapo (¡me encanta la dureza de la imagen!). Y es ahí cuando la cosa se complica de verdad. Cuanto peor estamos, o más difícil es nuestra vida, más necesidad tenemos de que nos salven. Es una idea casi religiosa: mi vida ha sido dura, me han hecho daño, pero yo merezco otro destino; me merezco que venga alguien que me rescate de tanto dolor. Y como he esperado mucho tiempo quiero que ese alguien sea realmente fantástico, porque tengo mucho sufrimiento que compensar. Así que estaría bien que fuera una persona atractiva, inteligente, simpática, con dinero y prestigio social para que pueda darme una buena vida; y, por descontado, que me quiera muchísimo. Y ya puestos a pedir, que ese ser tan maravilloso sea admirado por todo el mundo, y que me envidien por tenerlo, y que se den cuenta de lo que valgo y del error que han cometido todo este tiempo minusvalorándome. Toda una retahíla de quejas y desagravios que tienen, si lo piensas bien, un denominador común: me querrán por el valor que mi principesa tenga, y no por el mío. ¡Una gran mierda! No me digas que no.

¡En fin! Te doy mi opinión. De entrada te diré que no me gustan mucho los cuentos de principesas, yo en el amor soy también republicano, prefiero casi los de brujas y magos (y hasta me gusta que sean un poco malotes). Pienso que el mundo necesita algo de magia y mucha ilusión. Necesitamos creer en lo increíble para recuperar algo de esperanza. 

Tampoco se muy bien que consejo darte. No voy a explicarte como deberían ser las cosas en los asuntos relacionales. Tú ya lo sabes. Los consejos de psicología barata se pierden rápidamente en el viento del olvido emocional, nos conmueven durante unos minutos y luego se disuelven dejándonos como estábamos. Sí te dejo una sugerencia por obvia que parezca para que no se te olvide: sé tu propio salvador; si tienes que invertir ilusión, empieza haciéndolo en ti; si quieres buscar el amor empieza por quererte, por reconocer tu propia valía. No, no es egoísta, es obvio, cuanto mejor seas más podrás aportar a una relación, y más potente y valiosa será esta.

Termino, como el escrito va de cuentos quiero que tenga un final feliz. Ahí te lo dejo. ¿Sabes los relatos que a mí más me gustan?: los de patitos feos que se transforman en cisnes.

 

P.D.

Una anotación acorde con el momento en el que escribo. Me cae bien esa princesita española de hermosos ojos tristes que en estos días decide asumir el compromiso de ser la futura reina de España. Le agradezco el gesto, me parece valiente y generoso por su parte, pero me da pena que alguien tan joven se cargue con tanta responsabilidad. Verán, no es nada personal, pero yo prefiero una presidenta elegida con los votos de todos y todas. Así que, en lo que a mi respecta, le libero de la obligación, y le deseo mucha felicidad y libertad.

 

Alberto Rodríguez M.

El amor (I): buscando tu mano.

Foto de byronv2

Te pregunté cómo estabas. Me dijiste un bien que me sonó a “déjame en paz”. No quise insistir.  Tu mirada se fue hacia otro sitio y enseguida sacaste el teléfono. Tu no sabes que yo he pasado horas, algunas las mejores de mi vida, observando tus sentimientos para tratar de aliviarlos; cuando eras un niño, cuando todavía me necesitabas. Así que te conozco más de lo que quieres admitir. Crees que no puedo entender lo que te pasa y te equivocas. Hay experiencias que son atemporales, que son iguales para todos no importa la época, o el sitio, la edad o la condición. El amor es una de ellas. Por eso nos identificamos con las canciones o con las poesías que otros escriben.

Tal vez porque nacemos del vientre de otro ser, nuestra madre; y vivimos muchos años de inmadurez dependiendo de otros adultos. Quizás porque formamos parte de una especie condenada genéticamente a colaborar con los demás para mantenerse sobre el planeta. Probablemente porque, a pesar de todo, y por mucho que vivamos rodeados de gente, los seres humanos estamos casi siempre solos, con nuestra cabeza, con nuestras decisiones. En definitiva, y por lo que sea, necesitamos a los otros, su contacto, su aprobación..., su piel.

Enamorarse es, a veces, una mierda; aunque también sea lo más hermoso que uno puede sentir en la vida. Lo que pasa es que detrás del amor hay demasiadas cosas que lo complican todo innecesariamente. Por eso me decido a escribirlo, a escribírtelo.

El amor, te decía, es por encima de todo necesidad, un impulso biológico. Pero también es  intimidad, amistad, poder, seguridad. ¡Tantas cosas! Déjame que hoy te hable sobre una de ellas: el poder. Ya habrá tiempo de hablar de las otras. 

Te cuento. Toda interacción humana está basada en dos procesos: dar y recibir. El amor romántico es muy de dar sin esperar nada a cambio. Es muy “esto es lo que siento y ya…, no importa si los planetas dejan de girar, yo siento lo que siento y moriré por ello si hace falta”. Es bonito eso, poco práctico –y el amor no tiene porque ser práctico–, pero un poquito sí, que si no se sufre mucho. Así que uno espera recibir algo a cambio, ser correspondido. Y ahí es dónde empieza todo el lío.

Si recibes tanto como das serás afortunado. Al menos durante un tiempo. Luego las cosas de la vida acaban dificultándolo casi todo. ¿Por qué se complica? Verás, a mi entender el principal problema –que no el único– es la lucha de poder. Seguro que ya lo has notado porque se activa desde el principio, desde la etapa de cortejo. Desde que empezamos a conocer a alguien comienza un juego muy estratégico: te tengo que demostrar que me interesas, pero no mucho, no sea que te lo vayas a creer demasiado. Y a eso se le añade una vueltita de tuerca más: tengo que hacerme el duro para que la otra persona me perciba como difícil de conseguir y así aumentar mi valor; así que voy a utilizar los celos, los desplantes, los silencios comunicativos, los mensajes ambiguos, para joderte –perdón, para engancharte–. Es verdad que es ese un juego muy social en el que todo el mundo acaba participando. Pero recuerda, el que alguien sea inaccesible no lo convierte en más valioso. Si tienes que escalar una montaña para coger un cardo ignorando flores preciosas que encuentras por el camino haces el tonto querido. La gente que necesita hacerse la interesante es porque probablemente no lo es. La otra explicación es que sean muy inseguros, la gente segura se siente libre de exponerse porque es capaz de aceptar el rechazo. 

Ya, ya se que es un lío, y tú lo que te preguntas es ¿pero yo cómo debo comportarme? Te respondo: donde el corazón te lleve, mi amor, que es –lo reconozco– el precioso título de un libro que nunca llegué a leer. Tú se tú mismo. Y, sé lo que estás pensando, ¡así me van a llover las hostias! Y tienes razón, pero sabes que pasa, que más pronto que tarde aparecerá una persona libre, segura, hermosa, capaz de acercarse a ti desde la honestidad, desde la seguridad. Y te reconocerá, y la reconocerás. Y ocurrirá algo increíble: buscarás su mano mientras camináis juntos, y descubrirás que ella está también buscando la tuya. 

Alberto Rodríguez M.

Motivos y consecuencias

Guernica. Foto de la web del museo Reina Sofía

Arde el planeta en una hoguera de guerras que parecen diseminarse sin control. Unas tan grandes y mediáticas que acaparan todo el espacio de los noticieros. Las imágenes de ejércitos se alternan con las de políticos y mapas de territorios en disputa, dejando claro que hay intereses detrás de las muertes: ansias de poder de gobernantes endiosados, deudas históricas pendientes de vengar, fanatismos religiosos o, simplemente, la necesidad de desviar la atención de la opinión pública hacia otro lado. Hay también guerras pequeñas que arden en escenarios recónditos en los que el planeta se juega bien poco y llevan años consumiendo a poblaciones locales. Esas solo aparecen en la prensa si no hay otras noticias. Los medios de comunicación funcionan bastante como nuestras cabezas; tienen tiempos y espacios limitados, así que deciden qué es importante y qué no, con criterios bastante opacos. Los ciudadanos de a pié consumimos lo que nos ponen y, lo que es peor, acabamos asumiendo las opiniones que acompañan a la información sin tener la oportunidad de crear las nuestras. ¡Ese es el problema!  Nos dan opiniones y no informaciones. Te cuento mi opinión al respecto. Y, por supuesto, esto no es más que una opinión, la mía.

Vivimos en una sociedad megadigitalizada en la que todo el mundo se ha convertido en creador de contenidos (yo mismo lo estoy haciendo ahora). Ya no hay profesionales preocupados por informar objetivamente, ahora todo el mundo opina en los medios y esos puntos de vista son –con frecuencia– muy interesados. Resultado: la sutil linea que separa información de opinión se ha desvanecido completamente. Es muy fácil distorsionar los datos para hacerlos parecer concluyentes, y más fácil todavía crear estados de opinión favorables a una causa cuando tienes poder mediático y dinero para difundir fake news.

Pero además, la realidad parece haberse vuelto más compleja. Tal vez precisamente porque hay demasiada información, multitud de matices y un exceso de opiniones inexpertas. Antes las cosas parecían más simples. Ahora, en las controversias políticas o incluso en las guerras, se hace difícil saber quiénes son los buenos y quiénes los malos. Al menos a mi me lo parece, tal vez porque quedé muy escarmentado de pasarme toda la infancia viendo películas en las que los cowboys eran los buenos y los “indios” los malos. ¡A mí no me vuelven a engañar!

La razón de fondo, la principal en mi opinión, es que la mayoría de la gente no se plantea tener un criterio propio. Es más fácil creer lo que otros nos dicen que pensar para tener una visión propia. Creemos lo que dicen las noticias, olvidándonos que la elección que hacemos de fuentes implica ya un enorme sesgo. Hacemos nuestro lo que dicen escritoras, personajes famosos o YouTubers de moda, porque es gratificante sentir que estamos en la onda. Y, además, repetimos hasta la saciedad lo que hemos leído o visto tratando de impresionar a los demás. Pensar es otra cosa, un ejercicio constante de libertad, un estar dispuesto a equivocarse, a ser tachado de voluble por no estar siempre de acuerdo con el pensamiento dominante. Pensar es arriesgado, complejo; no está al alcance de todo el mundo; requiere talento, conocimientos y capacidad de reflexión. No es algo que pueda hacer cualquiera, ¿o sí? Te propongo un reto. Te ofrezco una serie de fotografías escritas (¡qué concepto más curioso!) y luego te pregunto. A lo mejor tener criterio es más fácil de lo que piensas. Te invito a imaginarlas sin sonido, sin subtítulos; sin importar dónde ocurran, a quiénes afecten, incluso sin entrar a elucubrar sobre razones. Solo imagínalas y permítete sentir aquello que te transmitan.

Un terrorista dispara a bocajarro a una joven que asiste a un festival musical, un padre palestino corre con su bebé destrozado por una bomba entre los brazos, una madre rusa llora descorazonada sobre el ataúd de su hijo soldado, los bomberos rescatan los cuerpos de niñas asesinadas por una bomba en una escuelita de Ucrania, una mujer solloza sin lágrimas en Afganistán porque los yihadistas se llevaron a su marido, un anciano sujeta entre los brazos el cuerpo de su esposa muerta en Siria, una mujer es violada y ejecutada con un tiro en la nuca en un campo olvidado de Sudan, el cuerpo de un bebe muerto flota agitado por las olas en una playa del Mediterráneo.

Tal vez no hayas querido, o podido, hacer el ejercicio. Lo entiendo. Cuando el horror es insoportable nuestra mente trata de desconectar, de mirar hacia otro lado, preferimos creer que eso no tiene nada que ver con nosotros. Es un mecanismo de defensa natural, entendible. “Tu no puedes hacer nada, sigue a la tuyo”, te dices. Y es así, ¿o no?. ¿O no…?

Cada una de esas situaciones tiene una explicación posible, un motivo. Conflictos armados, pobreza, desigualdad, tiranía de estado. Y ante los motivos caben las opiniones: ¿es adecuada la política migratoria de la UE?, ¿gestionó bien USA las guerras de Irak o Afganistan?, ¿es posible la paz sin un estado palestino?, ¿tiene occidente que implicarse en la guerra de Siria? 

A mí, hoy, no me importan lo motivos, ni las opiniones que cada una de esas situaciones me merezcan. Que las tengo, claro que las tengo. Hoy me importan las consecuencias que tienen sobre la gente. Me importa el dolor, el miedo, la desesperación o el horror de los protagonistas de las fotografías que te he invitado a imaginar. Me importan, permíteme enfatizarlo, las consecuencias y no lo motivos. Insisto en que sobre estos se pueden tener opiniones diversas, ante las consecuencias, ante el horror y el miedo que la violencia produce, sólo cabe la empatía, el estremecimiento. Si lo has sentido bienvenido al club, al de la especie a la que perteneces: la humana. Humanidad que hermosa palabra, ¡cuántos matices olvidados tiene!

Te doy mi criterio, por si quieres considerarlo (¡uff!, he estado a punto de decir: “por si quieres hacerlo tuyo”). Es fácil: todo lo que produce sufrimiento, dolor, miedo y desesperación en la gente es malo. No importa el motivo (opinable) que haya detrás. Nuestro derecho internacional tiene herramientas suficientes para decidir si algo es justo, si ha sido realizado en defensa propia, o si es o no una reacción proporcional ante un ataque recibido. Eso debería ser suficiente para valorar lo adecuado de los motivos. Que ellos hagan ese trabajo. Yo me quedo con el criterio de las consecuencias: el impacto que las acciones motivadas tienen sobre la gente. Solo importa la gente, porque es lo que somos todos, lo que nos iguala por encima de las causas políticas o religiosas.

No lo sé. No trato de movilizar conciencias, como mucho de apaciguar la mía, mi mala conciencia quiero decir. Yo únicamente quería compartir mis dudas, por si también son las tuyas, por si a ti se te ocurre algo que podamos hacer. Algo diferente a la callada resignación, al acto egoísta de apartar la mirada y seguir adelante con lo nuestro. Como si “lo nuestro” no fuera el dolor que sufre este cansado planeta, que es tuyo y mío y de todos, y que ahora arde consumido por las guerras. 

Alberto Rodríguez M.

Claraboyas

Foto de  Elizabeth Briel

Hay gente, mucha desafortunadamente, que se siente dañada, que cree que hay algo que no funciona bien en ella porque un trauma del pasado les dejó una huella permanente. Es una idea que parece provenir del ámbito de la mecánica: algo se rompió dentro de mí y desde entonces sigo adelante, aunque a duras penas porque ese deterioro me impide estar bien. La idea del daño sirve para explicar casi cualquier contrariedad que aparezca en la vida. Soy una persona rara por estar dañada, o esa es la razón por la que me cuesta relacionarme, o la explicación para que no tenga amigos, o no me vaya bien en el trabajo, o no encuentre pareja. De esta manera, al daño se le responsabiliza de todo: todo lo malo es consecuencia del daño y todo lo negativo que me ocurre prueba la existencia de una herida. Y así, atrapados en ese círculo vicioso, la gente puede pasar su vida entera. 

Además, hay toda una legión de profesionales de lo psíquico que avalan fervientemente la teoría del daño psicológico y sus huellas indelebles. La cosa se complica cuando le añades el concepto de inconsciente: estás mal por algo que ocurrió en el pasado que tú ni siquiera recuerdas porque es tan malo que tu cerebro ha decidido reprimirlo por ser intolerable; de manera que lo que haces en el presente es el producto del trastorno pasado que ahora has olvidado. Esta premisa se traduce en que todos los problemas psicológicos de las personas son consecuencia de experiencias traumáticas inaccesibles y sólo se resolverán cuando consigas acceder a ellas y asumirlas. Creo que es bastante descorazonador asumir este punto de vista. Nos deja sin dirección, sin control, nos exime de responsabilidades; lleva a pensar que lo que soy, que lo que me pasa, tiene una razón profunda y escondida, y como la desconozco no puedo hacer nada salvo ir a terapia. A mí, tengo que decirte, me cuesta muchísimo asumir ese punto de vista.


¿Cuánto de verdad hay en eso? Déjame que te cuente mi forma de ver las cosas y luego tu decides. Mira, yo creo que todos somos producto de nuestro pasado, pero lo veo de una manera muy constructiva. Igual que aprendemos matemáticas, historia o a cocinar; aprendemos cosas sobre cómo funciona el mundo y sobre quiénes somos. Una buena parte de esos aprendizajes son muy automáticos, les llamamos tácitos, lo que quiere decir que funcionan sin que nos demos demasiado cuenta de que los tenemos. Me explico. Hay gente que se desespera ante cualquier adversidad, mientras que otros son absolutamente resolutivos ante los problemas. Hay personas que se creen fantásticas y otras que se sienten tan mierdas que están seguros de que todo les va a salir mal. Tácito hace referencia a que hablamos de creencias implícitas, de las que no somos muy conscientes pero influyen en cómo vemos el mundo y en las decisiones que tomamos. Tácito es lo contrario de explícito. Y muchas de esas creencias silenciosas pueden  explicitarse fácilmente con un poco de ayuda y reflexión. No están bloqueadas o reprimidas, y no necesariamente responden a daños irreversibles. Son simplemente aprendizajes. Hay personas que desde niños aprenden a sulfurarse y gritar cuando se les lleva la contraria; otras son tranquilas y encantadoras, y afrontan los problemas buscando soluciones y negociando. Son así porque aprendieron a manejarse de esa forma a lo largo de su vida. Y, por supuesto, todo el mundo puede aprender a reaccionar de manera diferente.


¿Dónde aprendemos? A lo largo de nuestra historia y bajo la influencia de aquellas personas que son nuestros referentes. Pues sí, en la infancia y cuando nuestra indefensión nos hace depender totalmente de nuestros progenitores, estos son nuestra principal fuente de enseñanza. Y como no podemos contrastar lo que aprendemos lo asumimos todo sin discutir, y en ausencia de otros conocimientos esos se convierten en la única verdad. ¡Nos lo tragamos todo sin masticar! En la adolescencia todo cambia, vamos teniendo nuestro criterio y además contamos con las opiniones de nuestros amigos, profesoras o de cualquiera de las muchas fuentes de información de las que ahora disponemos. Y aparece otro mecanismo de aprendizaje típico de la edad: aprender lo que no quiero ser. Y, a partir de ahí, esas dos maneras de adquirir información nos conforman: quiero ser como tal o jamás seré como cuál. Y vamos aprendiendo de todo lo que nos ocurre y de lo que sucede a nuestro alrededor, y adquirimos creencias (que operan de forma más o menos tácita) y grabamos formas de reacción emocional que, esas sí, funcionan muy automáticamente.


Es bastante fácil de entender que si la mayoría de tus influencias son malas y tu vida está repleta de acontecimientos terribles seguramente lo has tenido más complicado para construirte que aquellos a los que la vida se lo ha puesto fácil. Pero déjame que te diga que conozco personas extraordinariamente fuertes gracias a las vicisitudes que han tenido que superar y verdaderos pusilánimes que se ahogan en un vaso de agua porque jamás han tenido que afrontar una contrariedad. Todo es es bastante relativo.


Concluyendo. Si tu vida no te gusta, haz algo para cambiar. Decía Einstein que no puedes esperar resultados diferentes si continuas haciendo siempre lo mismo. Entiendo perfectamente que si tu vida ha sido dura y complicada, y estás lleno de un montón de creencias y reacciones tácitas que te meten sistemáticamente en problemas, lo tienes más complicado y tendrás que esforzarte más. Lo entiendo. Que algo sea simple de comprender no significa que sea fácil de cambiar. Pero no estás rota, los humanos somos tremendamente resilientes si nos atrevemos a activar ese superpoder. Igual que esos robots de las películas que cuando acaban de ser destruidos sus millones de nanopartículas se vuelven a juntar para reconstruirlos.


Me gustan las claraboyas, esas ventanas abiertas en el techo que dejan pasar la luz y muestran el cielo. Protegen del exterior y dejan que la claridad entre en el interior. Me gusta pensar que a veces necesitamos de claraboyas mentales para que la iluminación entre y nos ayude a entendernos, y a disfrutar de nuestra hermosura interior. Vivimos demasiado deprisa, sin tiempo para pensar, para pensarnos. Necesitamos parar y reconocernos. Dejar que entre un poco de luz a través de la claraboya mental. Eso es lo que yo llamo hacer explícito lo tácito. No hace falta detenerse demasiado u observarse constantemente. Sólo de vez en cuando. Hazte un regalo y permítete disfrutar de la luz que se cuela a través de tus claraboyas.

Alberto Rodríguez M.

Yo y mis yoes

Foto Alberto Rodríguez

Andar gestionando la vida no es fácil. Cada uno tiene lo suyo, por eso a mí me gusta tanto una frase que se atribuye Platón: “sé amable con la gente, cada persona que te encuentras está luchando una gran batalla”. 

En muchas de las guerras que peleamos el enemigo somos nosotros mismos. Revisamos una y otra vez los errores del pasado para ver en qué fallamos, para pensar qué podríamos haber hecho diferente; culpándonos de nuestros errores, arrepintiéndonos de nuestras decisiones. O, y no se qué es peor, preocupándonos por lo que pueda venir en el futuro, preguntándonos qué va a pasar y si seremos capaces de manejarlo, y si podremos soportar las consecuencias de lo que venga. Y si…, y si… ¡Uff! Decía Mark Twain: “han pasado cosas terribles en mi vida, casi todas sucedieron únicamente en mi cabeza”. Pues eso.

Yo (yo mismo, el de ahora, el del presente, uno bastante efímero que para cuando leas esto será ya pasado) he hecho un trato razonable con mis otros yoes (el del pasado y el del futuro). Te cuento por si te sirve. Y lo dejo escrito para que no se le olvide a mí Yo-del-futuro que ese es muy Sancho Panza, muy propenso a implicarse en todo tipo de quimeras y olvidarse de lo importante.

Con mi Yo-del-pasado (el que acabó su trabajo justo hace un segundo) he llegado al siguiente acuerdo: estoy dispuesto a aprender de ti siempre que resumas y me des consejos claros y concretos; pero, ¡por dios!, ¡no te andes quejando todo el rato y no me cuentes cien veces la misma historia!, que me agobias y me atasco. Pásame conclusiones útiles y te haré caso. Necesito aprender de ti, de tu experiencia, sacar conclusiones y seguir adelante. Esto es como conducir, esta bien mirar de vez en cuando por el espejo retrovisor, pero la información importante está adelante. Así que: “tira pa’lante brother”.

A cambio, prometo perdonarte casi todo y aceptar que hiciste las cosas lo mejor que pudiste. No se me olvida que aunque ahora eres pasado, fuiste presente y estoy seguro –porque te (me) conozco– que tomaste las mejores decisiones posibles con la información que tenías. Te agradezco tus aciertos, perdono y acepto tus fallos. Profundo agradecimiento siempre por haber vivido con intensidad, lo que sea, independientemente del resultado. No sería quién soy sin ti. Gracias amigo por el trabajo realizado pero… “çiao caro”, tu momento ya pasó.

A mi Yo-del-presente (el que escribe), a ese le (me) encomiendo casi todo el trabajo. El de vivir atento a cada momento, no importa lo estupendo o terrible que sea lo que el destino me traiga. Yo (el-del-presente) soy el único que está ahí para vivirlo, nada vuelve a pasar dos veces; y cuando se acaba, se acaba, y todo ese rollito medio budista que está tan de moda. Trataré, eso sí, de seguir en la medida de lo posible los consejos aprendidos del Yo-del-pasado. Pero con mucha apertura mental, no vayamos a estropear algo interesante por analizarlo desde una perspectiva vieja. Las experiencias nuevas requieren de frescura en la mirada. Crecer implica arriesgarse, tanto en el hacer, como en el mirar. Si escruto el presente con los ojos del pasado, con los sesgos y el resquemor de lo vivido, seguro que me pierdo algo interesante. Me gusta la idea budista de tratar de aplicarle a todo una visión de principiante. No es siempre posible, pero es bueno hacerse ese propósito.

A mi Yo-del-presente (el que escribe) le tengo bien instruido para que se encargue de hacer su trabajo: no procrastinar que el tiempo es oro, así que nada de dejar para mañana (para el Yo-del-futuro) lo que pueda hacer hoy. Fundamental, que afronte las cosas, que no aplace, que resuelva lo que le corresponde. Las decisiones hay que tomarlas cuando se tiene la información necesaria para hacerlo. Decidir puede ser muy difícil, pero nuestra vida –la de cada uno– se construye decidiendo. 

Pero también trato de ser firme y asertivo para impedir que mis otros yoes me presionen para que haga su trabajo. El Yo-del-pasado es muy pesado y puede intentar inundar cada momento con recuerdos. No permitas que el presente se te escape mientras sigues dándole vueltas a lo que ya no tiene remedio. Insisto: aprende y agradece o disculpa, pero no te atasques, sigue viviendo. Con cuidado también de no hacerle el trabajo al Yo-del-futuro. Ese es muy caradura, tiende a escaquearse llenándote de preocupaciones, para que calcules todo bien y le quites trabajo. Ahí es dónde empiezan los “Y si…”. Ni caso. Hay decisiones que no se pueden tomar hasta tener información relevante. Esas se las dejo al Yo-del-futuro. Está bien tratar de estar preparado para lo que pueda venir, pero la vida no es una partida de ajedrez en la que tienes que calcular todo lo que pueda ocurrir y pensar como lo manejarías. Fluye “my friend”. 

A mi Yo-del-futuro ante todo: suerte hermano; no tiene pinta de que las cosas vayan a ser fáciles para ti, nunca lo son, pero yo te tengo mucho respeto. ¡Y mucha fe! Yo (el-del-presente) trato, ya te he dicho, de ponértelo fácil: hago lo que me corresponde, decido lo que puedo y me cuido para no ponértelo muy complicado. Pero, aún así, ya te digo que te voy a pasar un montón de marrones. Decisiones que no puedo tomar porque no tengo la información que hace falta (y espero que tu las tengas). Y elecciones que he tenido que hacer porque sí, sin tener muy claro que consecuencias tendrán, si salen bien disfrútalas, Yo-de-futuro, y si no pues ya te las arreglarás colega. Insisto en que te tengo mucha fe. “Good luck mi pana”. 

Que todo esto te parece muy complicado? Lo entiendo. Te lo resumo: fluye y “be water my friend”. 

Alberto Rodríguez M.

Pensar es hablar con uno mismo

Foto Alberto Rodríguez

Pensar es hablar con uno mismo. La idea puede parecer algo reduccionista, pero es básicamente eso. Nuestra mente hace una doble trabajo. Nos permite vivir en el presente: vemos, oímos, sentimos y reaccionamos a todo lo exterior de una manera bastante rápida. Pero además –en segundo plano y de forma más lenta– reflexionamos sobre lo que nos va ocurriendo, y tratamos de extraer aprendizajes. Piensa en la última vez que te sucedió algo desagradable. Pongamos que tuviste una discusión con alguien. Tal vez dijiste cosas que no pensabas y tuviste una reacción emocional inesperada. Luego te pasaste horas tratando de entender lo que había ocurrido y te costó un tiempo acallar tus emociones. La escena del presente simplemente sucedió. Todo pasó rápido, sin tiempo para andar pensando mucho. Reaccionaste como pudiste. Luego vino la segunda parte, la reflexión. Y ahí empieza la conversación contigo mismo, la auto-charla.

Hay una forma muy productiva de usar la reflexión que tiene su máxima expresión en la toma decisiones. Tenemos un problema que resolver y nos sentamos a buscarle una solución. Contemplamos las diferentes opciones y elegimos una. La que nos parece mejor, o la menos mala. Lo interesante de esta forma de actuar es que ponemos nuestra mente a trabajar para nosotros, la dirigimos. Por el contrario, al funcionamiento mental más estéril le llamamos rumiar. Es lo que hacemos cuando nos cuesta encajar un acontecimiento, masticarlo. Ocurre de forma casi automática. El recuerdo del disgusto te viene a la cabeza una y otra vez. Y te descubres volviéndote a contar la historia incesantemente. Como si de una maldición se tratara. El cerebro lo hace por una buena razón: está diseñado para eso, para aprender. Es una máquina fantástica que se rige por un principio básico que nos ha hecho una especie exitosa a la hora de sobrevivir: hay que estar preparados para el futuro. De manera que, es fundamental entender el pasado para no repetir errores, y hay que tratar de anticipar el futuro para estar preparados para afrontarlo. Así que, ¡a pensar toca!

¿Sabes cuál es el problema de toda esta auto-charla cuando es improductiva? Cada vez que vuelves a recordar el acontecimiento doloroso revives de nuevo la situación y todas las emociones que en ella aparecieron. Y te vuelves a sentir mal. Una advertencia: si después de hacerlo varias veces no has encontrado una solución, probablemente es porque no la tiene. A veces, buscamos persistentemente un objeto en el cajón en el que creíamos haberlo dejado. Sin encontrarlo. Porque no está ahí. Pero seguimos buscándolo porque estamos absolutamente convencidos de que es allí donde lo guardamos. Y de que tal vez aparecerá si lo buscamos con más profundidad. Pero no está. Así que no lo encontramos. Como las explicaciones o las soluciones. No siempre existen. O las que aparecen son malas. O son, desgraciadamente, inaceptables.

Así que nos atascamos en conversaciones interminables. Charlas en las que nosotros mismos somos el interlocutor. Nos hacemos las mismas preguntas y nos damos las mismas respuestas. Y nos parece que estamos pensando, y que si seguimos haciéndolo tal vez aparezca la iluminación.  Como el objeto perdido del cajón. Por eso es tan bueno hablar con otras personas, pensar en voz alta con otros. Porque los demás nos hacen preguntas diferentes, nos ofrecen nuevos puntos de vista, ideas frescas para ayudarnos a encontrar respuestas distintas, explicaciones más convincentes, soluciones alternativas. Al final esa es la idea importante: si hablando contigo mismo entras en bucle, mejor habla con otras personas. Es simple, lo sé. Pero potente.

Alberto Rodríguez M.

Alimenta la mente

Foto de lisaclarke

La información es como la comida. A veces resulta complicado tragarla y más difícil todavía digerirla. Nadie está preparado para una pérdida inesperada o para sufrir un despido. Nos resulta difícil afrontar una humillación, un fracaso o un revés importante. Nos cuesta aceptarlo y necesitamos tiempo para asimilarlo. Algo parecido ocurre con los alimentos: la fabada puede ser deliciosa y un plato bien picante puede ser exquisito, pero cuesta digerirlos; peor aún cuando comemos algo en mal estado y el estómago se niega a procesarlo. La vida también está llena de malos tragos que cuesta pasar, de sucesos penosos que provocan pensamientos pesados y emociones picantes difíciles de asimilar. No es tan raro el paralelismo. Nuestro sistema digestivo es una especie de segundo cerebro. El intestino está repleto de neuronas, de ahí que los disgustos y el estrés afecten tanto a su funcionamiento.

 

El estómago tiene que digerir los alimentos para extraer los nutrientes. Cuando la comida es pesada le cuesta más tiempo, tiene que darle más vueltas y sentimos malestar y acidez. Algo parecido ocurre cuando nos pasan cosas malas, nuestra mente necesita tiempo para procesarlas. Tratamos de aprender de lo que nos sucede, buscamos explicaciones. Pero no todo tiene una lógica, algunos acontecimientos son difíciles de entender. El mundo, la vida, puede ser tremendamente cruel, increíblemente injusta. ¡Seguro que se te ocurren un montón de ejemplos! Así que la mente tiene trabajo de sobra. Lo curioso es que funciona de una forma similar a la digestión estomacal: dándole vueltas y más vueltas a lo que nos sucede, para tratar de entenderlo, para intentar aprender de ello (curiosamente le llamamos a eso rumiar, tomando la palabra de lo que algunos mamíferos hacen para reprocesar la comida que han ingerido). 

 

Hay estómagos que soportan casi todo, a otros cualquier cosa les produce indigestión. Seguro que conoces a gente que se disgusta con las cosas, pero se le pasa rápido. Otros en cambio se quedan atrapados en las aflicciones y les cuesta volver a estar bien. Para algunos los malos rollos son muy fugaces, como palabras escritas en la arena que las olas se apresurar a borrar. Para otros, las emociones son como surcos de fuego hechos en madera seca que tardan días en cicatrizar. 

 

Igual que algunos cuerpos tienen tendencia a ser más obesos, a padecer de colesterol o diabetes; hay mentes que son especialmente pegajosas y tienen tendencia a quedarse atrapadas en las preocupaciones. Cada mente es diferente. Y las tendencias no son fáciles de cambiar. Pero hay algo que puedes hacer para empezar a hacerlo: alimentar bien la mente, igual que lo haces con tu cuerpo. La música, la lectura, un buen paseo o algo de ejercicio, una charla agradable, una buena película, un ratito practicando tu afición favorita. Todo eso es como comer fruta y verdura después de haberte tenido que tragar la guindilla picante de un disgusto. Cuida tu cuerpo con una buena dieta, alimenta tu mente con una buena vida.

Alberto Rodríguez M.

El barón de Münchausen

Fuente de la foto:  National Geographic

La vida se pone a veces cuesta arriba. Como cuando vas por el monte y te parece que es la última rampa y luego viene otra, y otra más. Vivir es complicado. “El mundo no es una fábrica de conceder deseos” decían los adolescentes curtidos por el cáncer de la novela Bajo la misma estrella. La lucha de cada día, para salir adelante, no es nunca fácil. Para nadie. O para casi nadie. Pero, qué le vas a hacer. Tampoco hay alternativa. Tienes que seguir.

Cuando el día termina. Y el mundo te da una tregua temporal. Te sientas un ratito en tu sillón y piensas. En lo que podría ser y no es. En lo que debería ser y no es. En las ilusiones a las que fuiste renunciando. En la vida que se va escapando. Con cada respiración. Con cada latido. Te miras por dentro y te sientes viejo. Y sientes que el anhelo que tenías en el pecho se acabó diluyendo en cansancio. En tormento. Y ya sabes…, puedes deslizarte de nuevo por el tobogán de la amargura, torturarte en cada curva de autocompasión, golpearte con cada esquina de dolor; para acabar cayendo en la piscina del desconsuelo y allí…; y allí ahogarte. Otra vez. Párate y piensa: ¿dónde te lleva todo eso?, ¿para qué sirve? Si luego te vas a volver a levantar. Si has nacido para luchar. Si vas a seguir adelante. Porque no te queda más remedio, porque cuando la motivación se debilita el último impulso, o el penúltimo, nace de la desesperación. De la pura desesperación.

Hay una leyenda alemana que suelo contarle a la gente. El protagonista es el barón de Münchausen, un personaje real del siglo XVIII que la literatura convirtió en una figura mítica. Una especie de antihéroe cómico que viajaba en balas de cañón y se iba de excursión a la luna en globo. Una de las extravagantes hazañas del barón transcurre en una ciénaga. Imagínate al noble teutón cabalgando en su caballo enjaezado con una pesada silla de montar. Vistiendo gruesa casaca, peluca con coleta y esa especie de sombrero parecido a un tricornio que estaba tan de moda en esa época. Pues bien, cuenta el relato que el barón, caballo incluido, cayó en un charco de arenas movedizas cuando viajaba en solitario por un retirado bosque. Sus primeros intentos de salir tuvieron el infructuoso resultado de hundirle cada vez más. Lo cual no desanimó al noble, que haciendo gala de sus extraordinarios poderes de antihéroe siguió afanándose por escapar del pegajoso lodo. Con pocos resultados, eso sí. A veces hace falta tiempo y reflexión para darte cuenta de que lo que haces para intentar resolver un problema es precisamente lo que te hunde. Que si lo que haces no funciona, además de no traer una solución, acaba convirtiéndose en lo que mantiene el problema. Pero el bueno de Münchausen no se había ganado su fama por rendirse a la primera de cambio. Al contrario. Un tipo capaz de viajar en balas de cañón no podía dejarse vencer por un poco de barro. Así que ideó una estrategia grotesca para salir del mal paso. Agarró con fuerza su coleta y tiró con energía para sacarse a sí mismo, caballo incluido, del barro. Después, continuó con su viaje.

Lo sé. Sé lo que estás pensando. Los héroes de las películas solucionan los problemas de otra manera. Generalmente golpeando a alguien o a algo. Al lado del apuesto y fornido capitán América, Münchausen queda tirando a patético. Y, sin embargo, a mí me encanta su idea. Me parece tan estrafalariamente auténtica, tan genial, que la he hecho mía. A veces, cuando ya no sabes qué hacer, cuando empiezas a perder la esperanza. Lo único que te queda es tirar de tu pelo, agarrarte del cabello y tirar de tu cabeza, de tu persona, para seguir adelante. Tira de ti y sigue adelante. Esperando que el barro se seque y que el bosque claree. Esperando que las cosas mejoren, que la vida sea más fácil. Buscando un nuevo sitio, una nueva oportunidad. Esperando que es una palabra que comparte raíz con otra todavía más hermosa: esperanza. Tira de tu coleta imaginaria y sigue adelante. Como el barón de Münchausen.

Alberto Rodríguez M.

El orden que surge del caos

Vivimos confinados en nuestros pequeños mundos: la casa, el trabajo, la familia, los amigos. Atrapados en una inercia creada para que todo sea más fácil, más fluido, más… automático; y también, a veces, aburrido, insípido. Anodino. La armonía cotidiana se alimenta con grandes dosis de rutina. Eso tiene su lado bueno: no hace falta pensar demasiado, solo hay que dejarse llevar por la premura constante de la existencia; siempre hay algo que hacer, un problema nuevo que resolver, un proyecto que desarrollar, otro dolor que sobrellevar. Y mientras tanto la vida se va desgastando. Los sueños se van desvaneciendo, tiñéndose de sepia como el celuloide de las películas antiguas. “La tremenda armonía que pone viejos los corazones” a la que cantaba Pablo Milanés.

Por eso a veces toca romper con todo y hacer una locura. Hay que meterse corriendo en el mar, salpicando a tu alrededor, gritando si es posible. Sin miedo al qué dirán. Sin preocuparse por el frío. Para sentir la experiencia única del cambio de temperatura, del impacto de las olas, de la sal cegándote los ojos. Solo porque es diferente, porque nunca lo habías hecho. Porque nunca te atreviste a hacerlo. Tú eliges tu locura. La rebeldía es más divertida si nace de la extravagancia, de la insensata afirmación de la propia singularidad. 

No sé si alguna vez has jugado al billar americano. Es todo cálculo. Precisión. Debes meter tus bolas –lisas o rayadas sin tocar las del contrario. La vida puede parecerse mucho a eso. Tienes que hacer la tarea encomendada, sin molestar a los demás, con eficiencia. Gana el que mejor lo hace. Sigue las reglas y esfuérzate. ¡Sigue las reglas! ¡Que delicia golpear con todas tus fuerzas cualquier bola y que el resto se deslicen enloquecidas por el tapete, sin importar en qué agujero acaben! Solo para provocar el caos. Solo para quebrar la norma. Con la única intención de desbaratarlo todo y provocar un orden nuevo. El orden que surge del caos.

Alberto Rodríguez M.

Las personas son espejos hechizados

Foto de tanakawho

Vivimos rodeados de espejos en los que nos gusta mirarnos. No siempre. No a todo el mundo. Nos miramos para comprobar cómo estamos: si me he vestido correctamente, si voy bien peinado, si he vuelto a engordar un poquito. El cristal nos devuelve nuestro propio reflejo, la imagen exterior de nuestro cuerpo. Pero, por mucho que nos esforcemos en mirarnos, los espejos dicen poco de quién somos. Tan sólo es luz, refracción, un destello.

Para entender quiénes somos nos miramos en los demás, en las otras personas. Es como si les pidiéramos prestados temporalmente sus ojos para saber cómo nos ven. construimos nuestra identidad basándonos en esoDesde muy pequeños escuchamos con atención a los demás en un esfuerzo por averiguar cosas de nosotros mismos: si les gustamos, si les resultamos interesantes, si les parecemos dignos de amor. Y todo eso lo vamos traduciendo en clave personal. Vamos masticando la información de los otros y la hacemos nuestra. La convertimos en nuestra propia identidad. Si gusto a la gente será que soy interesante o atractivo. Si me halagan es porque soy bueno y válido. Si me aman es porque soy digna de ser querida. En cuestiones de identidad, los demás son nuestros espejos. Nos miramos constantemente en ellos. Buscamos incansablemente su aprobación. Su reflejo en forma de palabras, de valoraciones.

En nuestros primeros años de vida, mientras vamos descubriendo quiénes somos, las opiniones de los demás son determinantes. Más aún si quién opina es una persona importante en nuestra vida. Por ejemplo, lo que viene de la familia lo tragamos sin masticar. Porque confiamos en ellos, porque tampoco tenemos otro criterio, porque no tenemos una identidad formada que nos permita cuestionar lo que viene de fuera. Simplemente nos lo creemos. Igual que creemos la imagen que el espejo nos devuelve cuando entramos en el baño.

Seguro que has estado alguna vez en una sala de espejos trucados. Uno te hace gordísimo, el siguiente hace que parezcas estirada, otro distorsiona tu cara convirtiéndola en un paralelepípedo inimaginable. Las variaciones nos hacen reír. Somos la misma persona pero cada espejo nos devuelve una imagen diferente. Distorsionada. Algo parecido ocurre con los espejos humanos. La opinión de los demás también puede estar deformada. A veces por la manera de ser del otro: hay gente que sólo te dicen lo negativo. Otras, la distorsión se debe a la relación que tenemos con la persona: para un padre sus hijas son siempre los más listas y guapas. Son solo ejemplos. Hay mil razones.

Cuando eres inmaduro, y todavía no sabes muy bien quién eres, y tienes la desgracia de mirarte en espejos que distorsionan en negativo, acabas sacando conclusiones equivocadas sobre tí mismo. Y te las crees. Y las haces tuyas. Y se convierten en lo que tú eres. O más bien en lo que crees ser. La mayoría de las personas tiene suerte, y se puede ver reflejadas en espejos diferentes: unos mejores y otros peores. Lo importante es aprender que los espejos humanos no son ecuánimes, no son justos. Son espejos encantados como el de la princesa del cuento que repetía incansablemente que ella era la más bella del reino. Recuerda eso cada vez que te mires en uno: puede que el reflejo que obtengas tenga más que ver con el hechizo del propio espejo que con lo que tú realmente eres. No por eso dejes de mirarte en los espejos. Todos lo necesitamos. Eso sí, no te recrees demasiado en los que devuelven imágenes feas de ti. Trata simplemente de entender por qué lo hacen. Y busca mirarte en el espejo de la gente positiva, sucumbe el hechizo de las personas que te aman. 

No te equivoques pensando que tu verdadera imagen debería ser una especie de superposición de todas. Eso probablemente sería un engendro. Al final lo que somos tiene más que ver con nuestras elecciones. Así que sé inteligente y elige las imágenes más positivas. Es hacer trampa, lo sé. Pero, piénsalo, si alguien te ve como un ser especial, será que llevas eso dentro. Simplemente hazlo crecer.

A mí me gusta pensar que en mi trabajo también ofrecemos a la gente un espejo. Y reconozco que es uno muy trucado. Le pedimos a la gente que se mire en él y vea lo que quiere ser, la persona en la que quiere convertirse. Es una buena forma para empezar a trabajar. Los terapeutas también somos espejos.

Una última sugerencia. Por si te sirve. Cuando vuelvas a tener dudas sobre quién eres, o sobre si hay o no algo bueno en ti. Cierra los ojos y recuerda la más bonita de las imágenes que alguien una vez te devolvió. Ese  –esa– eres tú. Esfuérzate en recordarlo, trabaja para transformarte en eso. Las personas son espejos hechizados.

Alberto Rodríguez M.

La felicidad está hecha de cerillitas

Foto de Ana

Me preguntaste qué es la felicidad. ¡Vaya cuestión! Te empecé contestando con algo muy teórico y pusiste caras raras. Me imagino que parecidas a las que yo pongo cuando me cuentas que en tus videojuegos te trasladas de un territorio a otro usando coordenadas. Así que volví a empezar de nuevo tratando de aclarar mis ideas.

La felicidad está hecha de cerillitas. De episodios de dicha, de alegría, que se encienden en nuestras vidas de vez en cuando y por razones diversas. A veces porque conseguimos algo por lo que llevamos peleando mucho tiempo, otras porque estamos en un lugar bonito o estamos haciendo algo que nos gusta. La mayoría de las veces, no te lo oculto, porque estamos con la persona adecuada en el sitio apropiado. Estar con personas a las que queremos mucho nos produce una dicha intensa.

Suele tratarse de momentos que no duran mucho en el tiempo por eso digo que son como cerillas. A veces para encenderlas hay que raspar un poco –la felicidad puede ser muy esquiva–, empiezan ardiendo con inesperada pasión y luego se apagan con rapidez, dejándonos un halo de decepción que se desvanece con el humo. No debes preocuparte mucho por lo volátil de la emoción. Uno no debe obsesionarse por atraparla, basta con experimentarla. La felicidad, como la belleza, parecen manifestarse en lo efímero, en lo pasajero. Como cuando metes las manos en un arroyo y juegas a llenarlas de agua, el disfrute no está en capturar el líquido, sino en la sensación que produce sentir como se desliza entre los dedos. 

La fugacidad es condición inherente a la felicidad, está en su propia naturaleza. ¡Espera que ya vuelves a poner caras raras! Te explico. Puedes disfrutar mucho con el perfume de una flor cuando te tumbas en el campo a observarla de cerca, pero acabarás aborreciendo su olor en el ambientador de tu casa. No hay nada más delicioso que saborear un helado en verano, cuando llevas mucho tiempo añorando ese placer. Es la trascendencia del momento lo que importa. Hay gente que devora medio litro de helado mientras ve la televisión sin consciencia de lo que hace. No hay ningún disfrute en eso. La felicidad no está en las cosas, sino en cómo las vivimos. La dicha no es algo que se desprenda sin más de los hechos. Tiene más que ver con los significados que les otorga quien los vive. Y con las emociones que de ellos –sucesos y significados– se desprenden.

Al final la vida, el mundo, esta organizado en extremos que necesitan unos de los otros. Aunque te parezca mentira, para mucha gente la felicidad empieza cuando el dolor se apaga. Nuestro cerebro está diseñado así. Añoramos lo que no tenemos y, con frecuencia, solo entendemos el verdadero valor de algo cuando lo hemos perdido. Te diré que la gente puede terminar cansándose de vidas fáciles y cómodas en las que no pasa nada. Nuestra mente es una insaciable buscadora de novedades. Lo que hoy te llena de satisfacción porque trabajaste duro para conseguir, mañana dejará de importarte porque estarás pensando en lo siguiente que quieres.

Por eso, presta mucha atención a las cerillitas que se enciendan para ti. Trata de favorecer que se prendan. Es más fácil de lo que parece: llena tu vida de gente interesante, de tareas cautivadoras, de retos provechosos. Y los fósforos de la felicidad irán ardiendo para ti. Trata de proteger la llama haciendo un hueco con tu mano para que dure un poquito más. Y disfruta todo lo que puedas del estallido del fuego. Del color. Del olor. Del calor. Saborea con calma los momentos buenos de la vida. Pero no dejes que su final te entristezca. Recuerda que no hay placer sin dolor, ni alegría sin pena. Dicen los científicos que el negro no es un color, que es solo ausencia de luz.

Me preguntaste qué es la felicidad y al final contestar ha resultado más fácil de lo que pensaba. La felicidad son cerillitas, cerillitas de emoción que la vida va encendiendo para nosotros. Ojalá haya muchas en tu vida. Ojalá las sepas aprovechar. La felicidad esta hecha de cerillitas. 

Alberto Rodríguez M.

El preciso momento en que el sol se oculta

Foto Alberto Rodríguez

A veces la vida parece un rally: estás todavía corriendo una etapa pero ya estás pensando en la siguiente. Vivimos tan preocupados por todas las tareas pendientes que apenas prestamos atención a lo que estamos haciendo. Solo queremos terminar una cosa para empezar la siguiente, deseando que todo termine para tener un momento de descanso. Pero los quehaceres no parecen tener fin, probablemente porque cuanto más haces más nuevas tareas generas. Y, además, la mayor parte de las veces tampoco tenemos muy claro qué vamos a hacer con el tiempo que ahorramos yendo deprisa.

Yo creo que la vida debería parecerse más a una colección de momentos, a un álbum de fotos. Obviamente, algunos serán buenos y otros no tanto (los hay que son una mierda, para que nos vamos a engañar). En algunos estamos porque decidimos estar, otros son más bien impuestos por las circunstancias. Y para ser sinceros, los momentos elegidos no tienen porque ser siempre mejores que los forzosos; aunque yo me preocuparía un poco si mis decisiones me llevaran sistemáticamente a pasar malos ratos. 

Al final, lo importante es el momento, cada momento. Y lo que hacemos para vivirlo. A veces nada parece encajar, como si la vida nunca estuviera dispuesta a darte lo que necesitas. Seguro que alguna vez has sentido que el camino por el que vas no lleva a ninguna parte, y que daría igual seguir adelante o volver atrás. O tal vez has pensado que la gente no te entiende y que nunca encontrarás amigos de verdad. O que hay algo malo en ti y no te mereces la aprobación y el cariño de los demás. Todo el mundo ha pensado eso alguna vez, aunque también me preocuparía un poco si tienes todo el tiempo ese tipo de sensaciones. Si las tienes, solo puede querer decir una cosa: ha llegado el momento de cambiar de perspectiva. Vas a tener que plantearte que el problema no está en los momentos que la vida te da, sino en cómo tú los vives. El problema no está en la escena en sí misma, sino en el guión que decides escribir para ella. ¡Pasamos tanto tiempo hablando con nosotros mismos! Mucho más del que gastamos en conversar con los demás. Así que: ¡ten mucho cuidado con lo que te cuentas!

Afortunadamente también hay momentos mágicos. Ocasiones en las que los astros parecen alinearse para ofrecernos algo especial: una buena conversación con amigos, un paseo por un sitio único, una llamada inesperada, un pequeño éxito que culmina un trabajo bien hecho. ¡Pueden ser tantas cosas! A veces –la mayoría– son acontecimientos pequeños. Tan pequeños que podrías fácilmente pasar de largo sin prestarles atención (sobre todo si estás corriendo una etapa de tu particular rally). Por eso –no se te olvide– la vida puede estar llena de momentos fascinantes, de fotos maravillosas, de hechos irrepetibles que pueden ser muy fugaces. No dejes que se te escapen. No permitas que la prisa te impida ver los detalles del camino. Viaja con los ojos bien abiertos a lo que ocurre fuera, mantén a raya tu charla interior. Mira. Entonces, la luz del faro se encenderá en el preciso momento en que el sol se oculta.

Alberto Rodríguez M.

Se dejaron en "visto".

Foto de Hernán Piñera

“No me entiendes” escribió él. Pero no dijo que estaba triste, que se había hecho ilusiones, que pensó que esa relación podía ser diferente y por eso le enfada tanto el silencio de ella. Ahora vuelve a estar condenado a esperar a que le escriba algo, pero ya no se fía. No confía en nadie. Tiene la certeza de que volverán a hacerle daño, de que volverá a herirle alguien cuya voz ni siquiera ha llegado a escuchar.

“No me escuchas” contestó ella, o tal vez ni siquiera llegó a hacerlo. En cualquier caso no dijo que estaba decepcionada porque pensó que él era tierno y que tal vez podrían quedar y reírse juntos, y caminar de la mano por alguna plaza. Y así ella se sentiría segura y querida. Y por eso ahora solo sentía tristeza y decepción. Y sabía lidiar con la tristeza, pero no le gustaba la decepción, porque le hacía sentirse estúpida por haberse arriesgado otra vez. Con un desconocido. En la red.

Él no sabe que ella está preciosa cuando sale del mar escurriendo sus rizos azabache con su nuevo bañador azul. No sabe que su foto de perfil está trucada - con exceso de maquillaje para hacerla parecer mayor y más sexy - pero que no refleja en absoluto su belleza pura de mujer de veinte años.

Ella no sabe que la sonrisa de él es franca. Que le gusta contar historias mientras lía cigarrillos que luego apenas fuma, “porque el tabaco hace daño” puntualiza sonriente a quien quiere escucharlo.

Él no sabe que ella dibuja cómics en los pocos ratos libres que le dejan sus estudios de arquitectura.

Ella no sabe que él toca la guitarra. A solas, en su habitación. Toca mientras sueña con la vida maravillosa que le espera allá afuera. Aunque apenas salga. Aunque le da pánico. Lo que pueda suceder fuera. Fuera de su habitación.

Él no sabe que ella tiene diez mil hijos ocultos en su vientre. Y que uno de ellos podría ser el suyo. No sabe que ella se mueve con la energía del sol, que su sonrisa puede hacer detener el tiempo. Que si te mira despacio y te aprueba, te hace sentir que tu viaje ha llegado a su destino.

Ella no sabe que él puede pintar la vida de mil colores, que es capaz de juntar palabras para construir frases extraordinarias. No sabe que él es generoso en caricias, que nunca haría daño a nadie. Que solo quiere amar. Que solo quiere ser amado.

Ninguno de los dos sabe que internet es un cementerio de relaciones, de historias de amor abortadas que murieron antes de nacer, de ilusiones enterradas en malentendidos digitales. Ellos no saben todavía que el amor es sobre todo piel, fundamentalmente piel. Piel. No saben que las caritas animadas de los teclados nunca podrán representar emociones. No saben que las palabras más importantes son las que no necesitan ser pronunciadas, que la intimidad se construye con gestos sutiles, que las promesas son manos entrelazadas y mirada al frente. Él no sabe que ella no sabe. Ella no sabe que él no sabe. Los dos se quedaron esperando la respuesta del otro. Se dejaron en “visto”.

Alberto Rodríguez M.

El poder del elefante

Foto de Valerie

Todos vivimos atrapados en una jaula. Una jaula creada por nosotros mismos. Forjada con el acero de nuestros miedos, moldeada a nuestra medida con el material de todas las dudas,  de todas las preocupaciones, de todos los “y si..”. Cada barrote es una promesa rota, un sueño incumplido, una esperanza truncada, un “tal vez” que se llevó el viento en una noche de lluvia.

Dice un viejo cuento apócrifo que un día en las inmediaciones de un circo un niño se sorprendió al ver un elefante atado con una cadena al tocón de un árbol.

—El elefante es grande, si tirase con fuerza seguramente arrancaría el tronco —preguntó el muchacho al domador del circo.

El hombre se quedó un rato mirando al curioso visitante y luego contestó lacónico: —pero él no lo sabe, lleva demasiado tiempo encadenado, ni siquiera lo intenta.

Con nuestras jaulas sucede algo parecido. Los miedos -las dudas- solo existen en nuestra imaginación. Y allí se hacen poderosos, muy poderosos. Los vamos alimentando con el paso del tiempo, con grandes dosis de indolencia resignada. Nos acostumbramos tanto a ellos que asumimos que esa es la única manera de vivir. Inventamos excusas como: “Esto es lo que me ha tocado”, o “esa es mi manera de ser, que le voy a hacer”. Y mientras tanto la vida se nos va escapando, despacito, sin algaradas, con bastante pena y sin un atisbo de gloria.

Si tú supieras que las jaulas son únicamente hologramas, creaciones mentales. Si supieras que los barrotes pueden quebrarse si los embistes con seguridad. Si supieras que todos podemos ser contorsionistas y transformar nuestros cuerpos para escaparnos entre las rejas. Si tú supieras que cada uno de nosotros tiene el poder para cambiar, para cambiarse; si lo supieras…, empezarías a tener el poder del elefante en libertad.

Alberto Rodríguez M.

Los ojos del que mira

Foto de Carlos Perez

Cuando yo era estudiante, allá en la Salamanca de los años 80, había un viejito que vendía poesías. Paseaba su andar parkinsoniano  por las calles que salen de la Plaza Mayor, en el centro de la ciudad. Era su caminar tambaleante, un desafío constante a las leyes de la gravedad. Yo siempre me lo imaginé asistido por los espíritus de todos los poetas muertos. Estoy casi seguro de que formaron un sindicato y que cada día le tocaba a uno ir a velar para que el anciano no tropezara en los irregulares adoquines de la calle. «Hey, Larra que hoy te toca a ti, que ayer fue Bécquer».

Es Salamanca una ciudad antigua de piedras ilustres. Con sillares dorados e historias solemnes fueron construidos sus edificios. De universidades y templos presumen sus calles. Es una ciudad vieja, repleta de gente mayor, como el resto de la ciudades de Castilla (y de León que no es Castilla pero como si lo fuera). De viejos que se cruzan, sin mezclarse, con los jóvenes estudiantes de su próspera universidad. La vida en Salamanca está condenada a pasar por la Plaza Mayor, como en toda ciudad radial. Por las calles del centro caminan incansables los ciudadanos, persiguiendo cada uno su afán. Corren los estudiantes que llegan tarde a clase; deambulan curiosos los turistas sorprendidos por la mezcolanza de bares e iglesias; caminan despacio los lugareños en busca de un comercio o de un encuentro inesperado. 

En ese escenario el viejito vendepoesías pregona con voz estridente su producto: «Cómprame una poesía, cómprame una poesía». Camina con pasitos cortos e inseguros, pero raudo, mirando adelante, ajeno al trajín de los otros viandantes. «Cómprame una poesía» No parece tener mucho interés en vender. A veces ni siquiera se percata del gesto que algún turista le hace para intentar transar con él. Va enfilado. Con una trayectoria fija. Cuando llega a mitad de la calle frena progresivamente, le cuesta unos metros. Ahí es donde los espíritus de los poetas muertos hacen el trabajo más fino, se les intuye abriendo los brazos, protegiendo los flancos, atentos a sostenerlo si da un traspiés. Media vuelta y poco a poco retoma su velocidad de crucero. Cada paso es una palabra, cada giro un verso, una estrofa por trayecto. Todo el viaje una poesía. Su vida un libro incompleto.

—¿A cómo son las poesías señor? —pregunté tímidamente.

—El arte no tiene precio hijo —respondió entre pícaro e insolente. Me lo imagino repitiendo mil veces la ocurrencia ante cada cliente que consigue detener su carrera.

Le doy una moneda. Su gesto me deja claro que mi “no-precio” no es de su agrado. Es solo una mueca fugaz. Aprovechando la pausa, otros compradores se acercan a él curiosos. Tres o cuatro acaban comprando. Son versos corsarios, escritos a máquina en hojas amarillentas y recortados a pedazos con pulso inseguro. Hablan de piedras viejas, de himnos, de banderas. Están construidos con palabras altisonantes, rancias. Describen un mundo que ya no existe, o que ya únicamente sobrevive en la cabeza del viejito vendepoesías. Algunos compradores arrugan el papel y lo tiran disimuladamente al suelo. No hay peligro de que se ofenda, el escritor ha retomado su imparable marcha. Quizás persiguiendo la inspiración. Tal vez huyendo de la muerte. Rodeado siempre de sus espíritus protectores. Él también tendrá su lugar en el infierno de los poetas. El cielo no es un buen lugar para los que viven de la lírica. La inspiración nace del dolor, del amor no correspondido, de la felicidad desatada. Los poetas estrujan las emociones hasta convertirlas en palabras. Cada verso es una lágrima, una sonrisa, una punzada en el pecho.

La tarde cae y el color aureo de la piedra se transforma en el granate que anuncia la noche. Me imagino la ciudad vista desde arriba. ¡Qué ciegos estamos a veces! La belleza no está en las palabras que escribió el abuelo. La belleza está en la escena. En la calles doradas de la ciudad antigua, en el caminar obstinado del viejo, en los poemas rotos que, transformados en papel arrugado, huyen asustados entre los pies de la gente. La belleza está, siempre, siempre, en los ojos del que mira. En los ojos del que mira.

 

Alberto Rodríguez M.

Sosteniendo compuertas

Foto de astrid westvang

El pulmón de la economía mundial está también conectado a un respirador. Medio paralizado, y respirando con dificultad. Asistiendo a un cuerpo, los sistemas de producción, que está convaleciente. En reposo. A la espera no sabemos muy bien de qué. Supervisado por un equipo de doctores (espero que lo sean en economía, y que nadie les haya regalado el título, y me da igual que sean doctoras; y discúlpame tanta suspicacia que es solo producto de la decepción y la amargura recocida a fuego lento). ¡Uff! Mejor comienzo de otra manera.

Hace unos años trabajé como voluntario en una consulta de Médicos del Mundo. ¡El trabajo más bonito que he hecho en mi vida! En una de mis primeras semanas me derivaron para tratamiento a un hombre de Costa de Marfil. Recuerdo el nombre del país porque siempre me ha sonado a safari y aventuras, a película de Tarzán en blanco y negro. Tenía el hombre un problema de ansiedad, síntoma que me pareció de lo más comprensible porque vivía en un descampado y dormía en un coche abandonado. En esos casos tener ansiedad no es un problema psicológico, es una necesidad vital. La ansiedad no deja de ser energía, y se necesita mucha para subsistir en esas condiciones. La cuestión es que toda la organización se volcó con él. Tratamiento médico, psicológico, se le consiguieron medicinas, ropa, comida, se le ayudó a tramitar papeles. Yo no sabía mucho de cooperación y la verdad es que todo aquello me parecía un poco exagerado. Se lo dije al médico: “Y con toda la gente que hay necesitada, ¿por qué nos volcamos tanto con éste?”. El doctor - un veterano de campos de refugiados de todo el mundo, con años de experiencia combatiendo enfermedades y pobreza, y todas las demás insidias que generan las guerras - me contestó lacónico: “por que este es el nuestro, este es el que nos ha tocado a nosotros; y si nos tocan diez, repartiremos nuestros esfuerzos entre diez; y si nos tocan mil, entre mil dividiremos nuestra atención; y si no tenemos suficientes recursos saldremos a la calle y nos partiremos la cara con quién sea para conseguir medios para ayudar a nuestra gente; pero ahora, ahora este es el nuestro”. No había necesidad de argumentar más. Me fui a mi casa satisfecho con la lección. Una sola gota de perfume pude producir un olor intenso. Una idea simple, si la restriegas bien entre tus neuronas, puede producir aprendizajes espectaculares.

Foto de William Murphy

A los humanos nos encanta quejarnos. Es casi una adicción. Quejarse es liberador. Para el quejica el objeto de la culpa es siempre externo. La culpa la tienen otras personas, porque no hacen las cosas correctamente; o la tiene el mundo que es ingrato y no te concede lo que mereces. Y, por descontado, si son los otros o el mundo los responsables del mal, la culpa no puede ser propia. De manera que quejarse es liberador. Una fórmula egoísta para autoabsolverse. ¿Sabes cuál es la mierda de todo eso? Que te quita toda la responsabilidad dejándote desarmado. ¿Cómo vas a cambiar algo que entiendes que no depende de ti? Si el problema es de los otros, y yo no puedo hacer nada para cambiarlo, seguiré quejándome y generando bilis. Ninguna de las dos cosas sirven para nada. Al menos así lo entiendo yo.

Es fácil ser marinero y echarle la culpa al capitán. Y al resto de los oficiales. Y no digo que a esa acusación no le falte razón en ocasiones. No quiero entrar en eso. Lo que digo es que no sirve para nada. El barco de la economía nacional tiene miles de compuertas. Cuando un barco empieza a hacer aguas cada uno tiene que sostener la suya. Hay que mantener lo que teníamos lo mejor que podamos, cada uno tiene que hacerse cargo de lo suyo, de lo que le ha tocado. Eso es lo que yo aprendí de mi compañero médico. Si es poco lo que puedes hacer, pues haz ese poco. Si tienes la sensación de que trabajas mucho y que obtienes escasos resultados; lo siento, y ¡enhorabuena!, estoy seguro de que estás en el buen camino. Si piensas que ahora no puedes hacer nada, dale otra vuelta a eso, consulta con otros en busca de ideas; ¡algo siempre se puede hacer! Pregúntate cuál debe ser tu contribución. ¿Qué es lo que tu tienes que hacer para mantener las cosas en marcha? Sostén tu compuerta. Porque al hacerlo estás sosteniendo el barco entero. No te obsesiones con lo que debería hacer la tripulación, recuerda lo poco útil que es asignar culpas. Concéntrate en lo que de ti depende. Puede que la respiración se lentifique, pero no debe pararse. Cuanto más se detenga más difícil será volver a ponerla en marcha. Los que luchen mejor saldrán más rápido del impasse. Si mucha gente lo hace bien, el país entero remontará. Pelea tu compuerta.

Todo mi apoyo y admiración para las que abren su restaurante aunque sea para dar cuatro comidas. Para los que siguen confeccionando ropa en sus talleres sin saber cómo y cuándo van a poder venderla. Para las que se reúnen por videoconferencia con sus socios para pensar cómo abrir nuevos mercados. Para los que siguen llamando a sus clientes y a sus proveedores para recordarles que siguen ahí y que el trabajo recomenzará algún día. Para los que pasan hora tras hora sentados en su oficina, esperando que alguien llame. Para los han tenido que aprender a hacer negocios, a resolver problemas o a dar clases a través de la pantalla de su ordenador. Los respiradores de la economía casera tienen forma de brazos, de pantallas, de manos ágiles, de cerebros inquietos. Alimentan los pulmones de la producción a fuerza de ilusión, de voluntad, de paciencia. De mucha paciencia. Se admiten instantes de desilusión, momentos de rabia y frustración. Está permitido caerse, el camino es largo; pero, por favor, no te rindas. Si tú lo haces nos debilitamos todos. Cada vez que alguien se rinde, toda la red se estremece. No te rindas. Puedes llorar y enfadarte si lo necesitas, pero no te quejes. Esto es lo que nos ha tocado. Así que cuida a tu emigrante imaginario, sujeta tu compuerta.

 

Alberto Rodríguez M.

19/04/2020

Monos y pantallas

Foto de Víctor Bautista

Somos monos. Monos muy perfeccionados. Pero monos, al fin y al cabo. Aprendimos a vivir en un planeta que nos lo ofrecía todo, pero no regalaba nada. Nuestros cerebros han sido fraguados por miles de años de lucha, de trabajo para adaptarse a un contexto tan generoso como hostil. Solo los más inteligentes, los más fuertes, los más laboriosos, los más versátiles y los más sociables, sobrevivieron. Y durante ese proceso nuestros cerebros se fueron transformando, sin grandes saltos, con una lentitud exasperante. Pero con un resultado espectacular: el homo sapiens. Por el camino otras especies de homínidos se extinguieron, sin que tengamos claro por qué. Tal vez por su menor capacidad de adaptarse a los cambios, o quizás solo por azar, por mala suerte filogenética.

Los sapiens siguieron adelante en comunión con el planeta, al menos en sus comienzos. Durante miles de años hemos vivido en contacto con la naturaleza. Apegados a la tierra. Dejando que ésta nos marque sus ritmos. Levantándonos y acostándonos con el sol. Comiendo los productos que el terreno nos daba primero, aprendiendo a cultivar después. Pero siempre sometidos a las temporadas de lluvia, sol, viento, frio o calor; sometidos a las imposiciones de un planeta que seguía ofreciéndonos todo, pero sin regalar nada. Así que más nos valía seguir siendo rápidos y fuertes, trabajadores, inteligentes, dotados para la colaboración.

Por el camino fuimos creando una cultura, todo un bagaje de conocimientos y costumbres, de hábitos y normas. Al principio pasaban  de una generación a otra de boca en boca en forma de cuentos con moraleja ética, o de leyendas sobre héroes a los que había que imitar. Luego empezamos a escribir para que nada se olvidara. Para hacer perdurar nuestra sabiduría, pero tambén para imponer formas de actuación y para beneficiar y dar poder a determinadas ideas y clases sociales. Noah Harari en su célebre libro Sapiens defiende que la cultura es una ficción compartida, una ficción tan poderosa que durante cientos de años ha conseguido que las personas se aferren a ella para sentirse parte de un grupo. Así que en nombre de la cultura dominante en cada momento se han conseguido grandes logros, pero también se han perpetrado terribles maldades. Nuestra historia es cruel.

En evolución, la cultura moderna se fue humanizando; esto es, fue teniendo en cuenta valores positivos universalmente aceptados sobre los derechos que cada individuo debía poder disfrutar simplemente por pertenecer a la especie humana. La teoría está clara, en la práctica estamos todavía bastante lejos de conseguir mínimos aceptables en una buena parte del mundo. Pero al menos ya no necesitabas ser el (la) más fuerte para sobrevivir, porque todo un sistema cultural y judicial nos protege de los excesos de los violentos. Aún así, las personas más competentes y trabajadoras siguen teniendo - afortunadamente - más posibilidades, ya no de supervivencia, sí de éxito, sea este lo que sea. Así que el planeta, aparentemente, evolucionaba hacia un futuro mejor.

Luego llegaron las pantallas. Al principio se colaron tímidamente en nuestros salones, televisiones las llamaban. Eran - las pantallas - pequeñas todavía, y tenían formas raras. Y apenas se podía ver lo que dentro de ellas ocurría. Transmitían programas en blanco y negro, pocos y tirando a aburridos. Así que tampoco cambiaron mucho la vida de la gente. Los sapiens seguían saliendo a encontrarse con otras personas y los niños jugaban en la calle, y los antiguos monos continuaban, más o menos, en contacto con la naturaleza. 

Con el tiempo, insidiosamente, las pantallas fueron agrandándose y se hicieron dueñas de los salones de las casas. Y más tarde se propagaron a dormitorios y cocinas, y ya no quedó ningún espacio que no pudieran vigilar. Además, se hicieron más atractivas, se llenaron de colores y empezaron a ofrecer programas que competían exitosamente con la realidad. Si al principio pudieron ser un elemento para difundir cultura, en forma de documentales y buenas películas, pronto se convirtieron en todo lo contrario. Las pantallas se envalentonaron y empezaron a decidir lo que era cultura y se llenaron de personajes mediocres que exponían sin remilgos sus vidas anodinas entre gritos y ataques de histeria. Y las personas dejaron poco a poco de mirar fuera y comenzaron una lenta, pero inexorable, desconexión con el exterior.

Foto de Artur Rydzewski

Luego ocurrió algo inesperado, las pantallas se cansaron de esperarnos en casa y decidieron que el siguiente paso era moverse con nosotros. Así que nos asaltaron, fagocitaron nuestros teléfonos y los convirtieron en otra pantalla. Y se crearon tabletas y ordenadores portátiles para que, sin importar dónde estemos, podamos asomarnos a ellas. Este fue el golpe definitivo. Sin saber cómo ni porqué los sapiens fueron decidiendo que la vida que mostraban las pantallas era más interesante que la que sucedía fuera. Y las propias personas empezaron a usar los aparatos para crear vidas falsas que mostrar a los demás a través de las redes. Se dedicaron a intercambiar mensajes compulsivamente y a pasar horas y horas esperando a que otro conteste, y más horas todavía analizando qué quiso decir con su respuesta. A ver videos que, con frecuencia, reflejan índices de estupidez humana nunca antes alcanzados. Empezaron a preguntarle a la pantalla que tiempo hacía fuera, en vez de mirar por la ventana para comprobarlo. Y la gente empezó a tener más sexo a través de las pantallas que con sus parejas. Y los niños aprendieron que eran más divertidos los videojuegos que salir a darle patadas a las latas y a correr, y a acusarse unos a otros de estar enamorados de Nacho o de Margarita.

Así que el homo sapiens que dominó el planeta aprendiendo a adaptarse a las condiciones cambiantes, a las estaciones, o a las catástrofes. Ese mono evolucionado que vivía siguiendo los designios del sol y la luna, del viento y la lluvia, en contacto siempre con la naturaleza. Ese pobre mono que por un momento se creyó dios, ahora vive esclavo de mil pantallas. Vive tan conectado a las imágenes de un aparato, que se desconectó del exterior y no es capaz de escuchar los quejidos de un planeta que agoniza. El mismo planeta que le ayudó a crecer, que propició que su cuerpo y su cerebro evolucionaran. Vivimos. Todos. O mejor, sobrevivimos todos, tan conectados a las pantallas que hemos dejado de pasar tiempo con otros seres humanos y, lo que es todavía peor, hemos dejado de pasar tiempo con nosotros mismos. A la gente le aterroriza tanto pasar un segundo a solas que saca mil veces al día su pantalla para estar entretenida, anestesiada.

Escribo esto en una pantalla. Tú lo lees en otra. A lo mejor ya se ha producido un nuevo salto en la evolución y ahora somos el homo sapiens pantalliciensis. A lo mejor ya somos el homo stultus.

 

Alberto Rodríguez M.

31/03/2020

 

 

Alberto Rodríguez
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