Foto de diego.aviles
Me gusta esa visión de que la vida es como un camino. Tal vez porque a veces es tan difícil encontrar sentido a la existencia que intuirla como un proceso cambiante ofrece algún alivio. Si todo fluye, lo que viene puede ser mejor; o al menos diferente. Y apetece esperar con curiosidad lo que el destino pueda depararnos. Curiosidad es la palabra clave. Ojos abiertos, bien abiertos. Y mirada limpia. Sin dejar que el pasado te contamine y te impida disfrutar de lo que venga.
El caminante aprende en el camino. Decía Nicolas de Bouvier: “crees que vas a hacer un viaje, pero es el viaje el que te hace a ti,… o te deshace”. “O te deshace”: ¡que contundencia! A veces no es fácil. El camino, digo. Y el viajero aprende mañas, estrategias para sobrevivir. Eso parece útil. Adaptado. La travesía nos va curtiendo, nos hace más sabios, pero también más precavidos, y menos disfrutones. La existencia es un flujo continuo. La vida esconde sorpresas detrás de cada recodo. Para los que están dispuestos a disfrutar el momento, para los que no han perdido la capacidad de asombrarse, de admirar los pequeños detalles. No es fácil preservar la ingenuidad, las veredas hacen al caminante, condicionan su mirada. Y ahí es donde comienza los problemas. El mayor peligro está en mirar el presente con los ojos del pasado, en no concederle al mundo el derecho a sorprenderte, a impresionarte.
No es fácil, no; encontrar el punto justo. A veces vas tan deprisa, tan concentrado en el destino que no disfrutas del trayecto. Otras vas tan preocupado con lo que dejas atrás, que tu paso se ralentiza y se hace poco seguro porque tu mirada está en el pasado y no en lo que está por llegar. No es fácil encontrar el equilibrio. Tampoco vale obsesionarte tratando de que cada paso sea perfecto, de que cada movimiento sea justo el que hay que hacer, para que todo sea correcto y todo el mundo esté contento y tú puedas estar tranquilo. Tampoco es eso. Andar vigilando cada paso hace que cada piedrecita te parezca enorme y un peligroso escollo con el que puedes tropezar. Y acabas viendo riesgos donde no los hay. Conozco mucha gente tan miope que anda tropezando con cada piedra que hay en el camino, pensando que cada pequeño inconveniente es un gran problema. El mundo es demasiado complejo, demasiado difícil, está tan lleno de peligros reales que es absurdo ir trastabillando con cada piedrecita que vayas encontrando.
No tengo una fórmula que darte. Lo siento. Sí un recuerdo. Durante algunos veranos viajé con mi amigo Juan por las venas abiertas de América (un recuerdo para mi admirado Galeano). Visitábamos proyectos de la ONG para la que él trabajaba. No había mucho presupuesto así que viajábamos en lo que hubiera: autobuses, aviones del ejercito, canoas, camiones y más de una vez caminado. Desde Mexico DF hasta Panamá. O Venezuela de arriba abajo. Hicimos viajes increíbles: el paisaje, la gente yendo de un sitio a otro, las ciudades, los mercados, la naturaleza salvaje. He visto cosas que la gente no creería (otro homenaje a Kubrick y Blade Runner). Pero, ¿sabes cuál es mi mejor recuerdo? Un momento de paz en medio del caos: cuando, después de cada trayecto llegábamos a un nuevo destino. ¡Me encantan las estaciones de autobús latinoamericanas! Gente que viene y va cargada de bultos, con sus trajes coloridos, el olor de comida de los puestos, la música sonando a todo volumen, el olor del carburante de los viejos vehículos. Nos recuerdo a los dos sentados encima de nuestras mochilas, fumando en silencio un cigarrillo. Cuando las palabras son incapaces de hacer honor a los hechos, es mejor callar para disfrutar del estupor que produce lo nuevo. ¡Eso es lo que crea adicción a los viajeros empedernidos! Es algo inexplicable, una premonición poderosa de que algo nuevo está por ocurrir, de que hay un mundo inédito por descubrir. Es una extraña aleación de sensaciones: una mezcla entre peligro y asombro, entre curiosidad y deseo. Nunca olvido esa sensación. Cuando los argumentos se agotan, siempre me queda ese anhelo. Para mí esa es la fórmula: no importa mucho la certeza con la que afronto el paso que estoy dando, ni lo que está por venir, ni lo que dejo atrás. No importa nada si puedo conservar mi capacidad de asombro.
Alberto Rodríguez M.