Vivimos confinados en nuestros pequeños mundos: la casa, el trabajo, la familia, los amigos. Atrapados en una inercia creada para que todo sea más fácil, más fluido, más… automático; y también, a veces, aburrido, insípido. Anodino. La armonía cotidiana se alimenta con grandes dosis de rutina. Eso tiene su lado bueno: no hace falta pensar demasiado, solo hay que dejarse llevar por la premura constante de la existencia; siempre hay algo que hacer, un problema nuevo que resolver, un proyecto que desarrollar, otro dolor que sobrellevar. Y mientras tanto la vida se va desgastando. Los sueños se van desvaneciendo, tiñéndose de sepia como el celuloide de las películas antiguas. “La tremenda armonía que pone viejos los corazones” a la que cantaba Pablo Milanés.
Por eso a veces toca romper con todo y hacer una locura. Hay que meterse corriendo en el mar, salpicando a tu alrededor, gritando si es posible. Sin miedo al qué dirán. Sin preocuparse por el frío. Para sentir la experiencia única del cambio de temperatura, del impacto de las olas, de la sal cegándote los ojos. Solo porque es diferente, porque nunca lo habías hecho. Porque nunca te atreviste a hacerlo. Tú eliges tu locura. La rebeldía es más divertida si nace de la extravagancia, de la insensata afirmación de la propia singularidad.
No sé si alguna vez has jugado al billar americano. Es todo cálculo. Precisión. Debes meter tus bolas –lisas o rayadas– sin tocar las del contrario. La vida puede parecerse mucho a eso. Tienes que hacer la tarea encomendada, sin molestar a los demás, con eficiencia. Gana el que mejor lo hace. Sigue las reglas y esfuérzate. ¡Sigue las reglas! ¡Que delicia golpear con todas tus fuerzas cualquier bola y que el resto se deslicen enloquecidas por el tapete, sin importar en qué agujero acaben! Solo para provocar el caos. Solo para quebrar la norma. Con la única intención de desbaratarlo todo y provocar un orden nuevo. El orden que surge del caos.
Alberto Rodríguez M.