De la tierra en que nací

Picos de Europa. Foto de Alberto Rodríguez

Viento del Norte. Frío viento de Norte azota hoy la costa. La playa se acurruca tratando de abrazar la arena para que no la arrastre el vendaval. Las palmeras se inclinan esquivas, despeinándose al hacer malabarismos con sus palmas. El mar se riza como estremeciéndose, tiritando de frío. Hoy los delfines no asoman el hocico para burlarse de los pescadores. El cielo está gris, anuncia tormenta.

Viento del Norte que nació en el otro extremo del planeta, que atravesó islas de corazón de lava y tierras congeladas, que cruzó el mar para llevar olas enormes a abatir costas escarpadas y playas en forma de concha. Viento que se cuela entre los picos de paredones calizos en los que rocas gigantescas vigilan los valles verdes ahora cubiertos de nieve. Viento que atraviesa los pueblos de casas de piedra en las que no falta un hogar con el fuego encendido. Una chimenea con rescoldos chispeantes en torno a la que se reúnen gentes llanas a contar historias. Cuecen las truchas en la caldereta, burbujea la sidra al estrellarse con el vaso, suena una gaita solemne trayendo ecos de verano. Viento que atraviesa los prados escondidos que, entre robledales y hayedos, dan refugio a los rebecos. Allá arriba, rodeadas de canchales, están las grutas donde duermen los últimos lobos. 

Lleva el aire aromas de helecho y de genciana cuando desciende por las faldas montañosa buscando las mesetas. Atraviesa raudo campos de trigo y cebada en los que ningún impedimento frena su curso alocado. Evita el viento ciudades grandes para adentrarse en tierras de molinos y viñedos, de ovejas y tierra ocre, sopla raudo para estrellarse con furia en las redondeadas montañas que protegen la costa.

Me siento en el paseo de espaldas al mar, para disfrutar del viento que hoy es mensajero cargado de recuerdos. Trae aromas de pino, de abedul y de acebo. Silba canciones compuestas  en montañas lejanas por petirrojos y herrerillos. Transporta murmullos de historias contadas en cabañas remotas entre olores a ceniza y comida. Hoy el Viento del Norte ha venido para traerme añoranzas, nostalgia profunda de la tierra en que nací. De la tierra en que nací. 

Alberto Rodríguez M.

 

 

Solo quería recordártelo

Un colega me contó una fórmula para evaluar cómo anda uno de amistades. Se trata de buscar en tu agenda de teléfono y seleccionar cuántas de las personas que hay en ella, si tuvieran un problema grave, acudirían a ti para que les ayudaras a afrontarlo. Excluye de la selección familiares. Pongamos que señalas media docena. Piensa luego cuántas de esas seis crees que responderían si fueras tú el que solicita su ayuda. ¿Lo tienes? Pues bien, según mi colega, si el número resultante final de restar ambas cantidades es mayor de tres puedes considerarte afortunado, aunque si al menos tienes dos tampoco vas mal. Me pareció a mí interesante la fórmula. Pero si he de ser sincero no me convenció mucho esa visión tan utilitaria de las relaciones. Yo entiendo la amistad de otra manera.

Uno sabe que tiene un buen amigo cuando puede seguir una conversación que inició tres meses antes en el mismo sitió en el que la dejó. La amistad puede soportar honrosa el paso de los días porque no requiere de exhibiciones de compromiso, ni necesita de grandes explicaciones. Aunque, como todo, precisa de un poco de actualización, de saber en qué anda el otro. Y es que las personas tenemos la extraña sensación de que la vida de los demás se paraliza cuando dejamos de verlos. Pensamos que, mientras nuestro mundo sigue adelante lleno de cosas nuevas, los demás se congelan en el tiempo esperando a revivir cuando volvemos a encontrarlos. Por eso hay que cuidar las relaciones a pesar de que no parezca necesario. Porque a veces la vida nos desparrama, nos vapulea. Y terminamos por perdernos, por no saber quiénes somos realmente. Los amigos nos hacen de ancla, de conexión a tierra. Un amigo me enseñó que los barcos anclados orientan siempre la proa al viento. Me parece una buena metáfora.

Una característica diferencial de un buen amigo es que te permite ser quién eres. En su presencia no tienes que fingir, no necesitas transformarte en nada. Piénsalo. Piensa en las personas que te hacen sentir bien. Seguro que algo que tienen en común es que te aceptan tal y como eres. Mejor aún: te quieren por lo que eres. Hay falsos amigos que necesitan canibalizar al otro, que ponen condiciones para la hermandad. Son gente insegura que, incapaces de ser por si mismos, necesitan que el otro les dé el prestigio o el halago del que no saben hacerse merecedores. Los amigos verdaderos no ponen condiciones, no hacen exámenes. Simplemente, están.

La amistad tolera bien lo silencios porque está hecha de presencias incondicionales. Puede haber más complicidad en un silencio compartido que en mil palabras intercambiadas. Y esa tesitura resiste bien la distancia, al menos la física, no tanto la psicológica. La amistad es el arte de estar porque uno ha decidido que eso es lo que quiere hacer. Es enemiga acérrima de las obligaciones, de lo forzado, no entiende de exigencias. Se hace fuerte en las decisiones libres, en las que se toman con el corazón, desafiando si es necesario a la razón. “Tú y yo somos amigos porque lo somos”. Me dijo una vez un colega cargado de convicción. No tuve nada que objetar. No hay verdad más verdadera que la que se basa en la fe ciega.

La amistad se alimenta de historias, de historias compartidas. Relatos que solo hay que evocar para que todo el mundo recuerde sin que sea necesario volver a contarlos. Las personas entrelazamos nuestras vidas mediante las historias que narran las experiencias que hemos vivido juntos. Primero las experimentamos, luego nos las contamos y después se las trasladamos a los demás. Los relatos se hacen más poderosos conforme los vamos contando. Se fortalecen cuando los referimos y los demás nos preguntan, y cada respuesta sirve para adornar la crónica con un nuevo detalle. Una buena historia tiene un poder increíble porque al rememorarla volvemos a experimentar las emociones que vivimos la primera vez. Las emociones son el mejor pegamento para los recuerdos. Revivir historias hermosas es el mejor tributo que le podemos hacer a la diosa amistad.

Estamos cosidos entre nosotros por historias compartidas. A veces divertidas y extraordinarias, otras tristes y trágicas. Y son estás últimas las que más nos unen. La amistad se construye con alegrías compartidas, pero se fortalece cuando soporta los malentedidos, la pérdida o el fracaso; cuando las costuras se tensionan y parece que van a romperse, pero acaban resistiendo. La adversidad estrecha los lazos. Las historias tristes no necesitan ser recontadas insistentemente, poco se gana con revivir el dolor, pero hacen de cimiento sólido para el resto. Nos revisten de la convicción de que lo que tenemos es sólido, capaz de aguantar lo que venga en el futuro. Y cuando una amistad está consolidada tiene la fortaleza del diamante. Un amigo nunca te falla porque uno siempre está dispuesto a disculpar y entender sus ausencias. Aunque la incondicionalidad implique, a veces, convivir con la lejanía. Los amigos no están a prueba, no necesitan demostrar nada. Se respeta su distancia.

Todos estamos hechos de trocitos de otros seres, de historias que nos vinculan a otros. Por eso la lealtad es cualidad inherente a la amistad. No traicionas a una persona, traicionas a una historia compartida, la traición es un desgarro que afecta a todos, al fallar al otro te fallas sobre todo a ti;  a la parte de ti que compartes con el otro. La deslealtad es un atentado contra tu propia identidad. Por eso es tan difícil convivir con ella, porque el ingrato ya no puede seguir siendo el que era, porque al arrancarse un trocito del otro ha cercenado una parte de sí mismo.

Yo soy porque tú eres, porque tú estás, porque juntos somos. Y lo que yo soy no se puede, ni se debe, explicar sin ti. Solo quería dejarlo por escrito. Solo quería recordártelo.

Alberto Rodríguez M.

Para que ella lo oiga

Foto Alberto Rodríguez

Me gusta porque es inteligente y hermosa –me dijiste–. Y yo pensé que tenía poco mérito querer a alguien así. Tu debiste notar algo porque te apresuraste a añadir que también es comprometida y libre, que sabe disfrutar de la vida sin dejar de lado sus obligaciones. Eso me sonó bien porque compromiso y libertad son dos cualidades que no siempre son fáciles de coser en el mismo paño.

Después añadiste que huele a nuevo, a hinojo y hierbabuena; que dibuja las palabras con las manos cuando habla; que te mira a los ojos de frente como retándote y que luego, cuando te rindes, sonríe satisfecha y te acaricia la cara para que no te sientas mal. Dijiste que camina con decisión, que jamás mira hacia atrás cuando se despide, que a veces –cuando no entiende algo– se ruboriza y mira hacia abajo y que es entonces, en ese momento, cuando percibes la verdadera dimensión de su belleza.

Dijiste muchas más cosas que no recuerdo. Porque hablabas muy deprisa y ya ni siquiera me lo contabas a mí. Se lo gritabas al mundo, se lo anunciabas al viento, para que lo transforme en susurros y lo acerque a su ventana, para decirselo a ella. Para que ella, lo oiga.

Alberto Rodríguez M.

 

 

Hoy el mar está agitado

Hoy el mar está agitado. Grandes olas se aproximan a la orilla rugiendo. Me quedo un rato observando sus dientes de espuma que amenazan con devorar la playa. El viento juega con las banderas. Las hace ondular caprichosamente, jugando a tratar de arrebatárselas a los mástiles, arrancando de ellas chasquidos cuando cambia bruscamente de dirección.

Son curiosas las banderas. En realidad son poco más que una tela coloreada, pero son capaces de desencadenar tremendas pasiones. Todo ello porque hemos decidido culturalmente otorgarle grandes significados a pequeños trozos de paño. La bandera es patria, y por lo tanto identidad compartida y sensación de pertenencia. Pero la identidad y la pertenencia se construyen frente al otro. La identidad no es únicamente lo que somos, también es lo que no somos, y a veces es sobretodo lo que no somos. Pertenecer a un grupo implica sentirse parte de algo, pero también negar a otros el derecho de pertenencia. Los grupos se hacen más consistentes cuando se unen para rechazar a alguien.

Al final las banderas - los emblemas de los países, los clubes, las sectas o los partidos políticos - sirven tanto para unir como para dividir. Cumplen la función de reunirnos y hacernos sentir que somos parte de algo. Pero, si las rodeas de uniformes y armas, si haces sonar himnos y arengas, pueden hacer que un pobre hombre dispare contra el hermano que tiene enfrente. En este país sabemos mucho de eso.

El viento racheado agita las banderas de mi playa. Caprichoso las hace ondular sin control en un baile arrítmico de ráfagas que confunden poniente y levante, leveche y mistral, cierzo y tramuntana. No se porqué, eso me parece una gran metáfora para entender la situación política actual. Pero no he bajado a la playa a pensar, sino a crear esperanzas, a soñar - parafraseando a Torrente Ballaster-, a soñar con que el viento nos lleva al infinito. Hoy el mar está agitado.

 

Alberto Rodríguez M.

.

 

 

Me gusta colar café

Foto de Nico Kaiser

Tengo una máquina de café en cápsulas que nunca uso. Me gustan las cafeteras italianas. Me encanta el ritual de limpiarla, llenarla de agua y añadir la cantidad adecuada de grano molido. Me gusta cuando el café desborda por el embudo para inundar el recipiente superior. Disfruto escuchando el ruido que hace el líquido al salir a borbotones y el olor que aromatiza la cocina. Fuera está amaneciendo. Se oye el ruido de la ciudad poniéndose en marcha. Colar café es para mí un momento mágico, de quietud, de iniciación. Es el banderazo de salida. Yo también lo veo como una oportunidad para reinicializar el sistema, para hacer borrón y cuenta nueva, desprenderme de lo que ocurrió el día anterior y darme una oportunidad para tener un día diferente, una vida distinta.

Huir de la rutina ha sido siempre una obsesión para mí. Luchar contra la enorme tendencia que tiene el cerebro humano de crear hábitos, para automatizar costumbres. Las rutinas son armas de doble filo. Dan seguridad porque simplifican las cosas, evitan que estemos constantemente tomando decisiones y contribuyen a que podamos vivir en armonía. Pero pueden ser también aburrimiento, desgaste. A la gente nos complace la novedad, disfrutamos de las diferencias. Una buena dosis de cambio nos da la sensación de que vivir con intensidad, de aprovechar el momento. La vida se nos escapa tan deprisa entre la rendijas del tiempo que saborear una taza de café preparada con cariño puede ser una experiencia apasionante si tú decides que lo sea.

Es curioso que un ritual, que es por definición algo que se repite, sea para mí la señal para recordarme que me conviene darme oportunidades para ser distinto, para tener una vida diferente. Definitivamente, me gusta colar café.

 

Alberto Rodríguez M.

 

 

El hombre del traje raído

Foto de Alfred Grupstra    

Tendría unos cuarenta años, vestía traje negro raído, desgastado del tiempo y de los caminos. Avanza con andar alucinado, con el impulso último de la desesperación. Lleva una maleta de mano destartalada y carga un bebé aparentemente dormido sobre su hombro.  El hombre es sólo uno más de una fila de refugiados, de fantasmas desahuciados de alguno de esos países destrozados de oriente próximo. Seguramente sirio, eso es lo de menos. La cámara graba desde abajo, apostada en una cuneta. Los caminantes no se percatan de su presencia. O casi ninguno. Una niña de pocos años sigue al hombre del traje negro. Viste una túnica desastrada y va descalza, abraza algo que parece una manta. Gira la cabeza despacio sonriendo al cámara mientras continúa caminando. Pelo azabache rebelde, sonrisa desdentada, ojos negros enormes que remarcan su carita sucia. El plano busca al siguiente espectro, la caravana del terror es larga.

 

Quiero pensar que el bebé solo estaba dormido. Quiero pensar que unos metros después el hombre se detuvo y ofreció su mano a la niña. Quiero pensar que era su hija y no una huérfana más de las que recorren las veredas del planeta. Quiero pensar que juntos llegaron a algún sitio, que alguien les ofreció cobijo, que tuvieron un futuro en alguna parte. Yo no me olvido del hombre. Ni de la niña. Ni del bebé aparentemente dormido. Ese día me prometí que nunca más volvería a quejarme. ¡No lo he conseguido!

 

Alberto Rodríguez M.

.

 

 

Las ventanas son historias

Foto de la Ezwa

Las ventanas son ojos. Cuadradas o rectangulares. Grandes o pequeñas. Las ventanas son los ojos por los que los hogares miran el mundo. Pueden parecer accesorias, aburridas; pero son esforzadas trabajadoras. Deben resguardar celosamente la vida secreta que transcurre en su interior y, además, todas miran curiosas tratando de averiguar lo que ocurre fuera. Cada una de ellas ofrece un paisaje, de todas se escapa una historia.

Hay ventanas de campo y ventanas de ciudad. Las de campo son estructuras recias. Están hechas para proteger a la gente de dentro, no se permiten veleidades. Son amigas de los pájaros y los insectos, conviven con ellos pero imponiendo su disciplina: "no puedes pasar, cada uno ha de tener su sitio". Las ventanas de campo son severas, orgullosas. Observan desde su soledad la campiña. No se cansan de mirar prados y árboles, ríos y montañas. Son testigos silenciosos del paso de las estaciones. Cada temporada les impone un reto. Hay que resistir herméticamente para no dejar entrar al invierno, y luego abrirse poco a poco para permitir que la primavera caliente las habitaciones. En el verano se transforman en esforzados veleros buscando rachas de viento que alivien, aunque sea un instante, el fuego del interior. Pero, la mejor época para las ventanas de campo es el otoño. 

En otoño las ventanas se convierte en pantallas multicolores. En esta estación están prohibidas las persianas. Es fundamental estar atentos al espectáculo de la naturaleza. En otoño la luz juega con los cristales. Mientras los verdes se transmutan en marrones y la naturaleza se desprende de lo accesorio. Las ventanas observan impasibles el paso de cada nube, la caída ondulante de cada hoja. A veces no pueden contener su entusiasmo y se abren en un aplauso, golpeando los batientes con la complicidad del viento. Mucha gente no lo sabe, pero a las ventanas les gusta la lluvia. Juegan a retener las gotas de agua sobre las cristales y a mezclarlas con rayitos de luz perdidos formando caleidoscopios. Después dejan que las gotitas luminosas compitan en errática carrera para llegar al marco. Y a veces ocurre el milagro. La mayor recompensa que una buena ventana puede recibir. La nariz de un niño se pega a su cristal y lo empaña con su respiración. Juega el pequeño a acariciar el vidrio frotándolo con el dedo para ayudar a que la gota caiga, se estrelle contra el filo y desaparezca. El agua se esparce por la calle y la luz alumbra, por un instante, la pupila de su conductor.

.

Las ciudades están llenas de ventanas claustrofóbicas que viven atrapadas en estrechos patios de vecinos. Ofrecen paisajes de cuerdas y ropa tendida. Ellas miran con timidez para no trastornar la intimidad de las otras ventanas. Cada una es vigilante celoso de lo que ocurre en su interior, aunque no siempre pueden evitar que, en un descuido, se filtren imágenes del drama que se escenifica detrás del telón de las cortinas. La frustración mayor de una ventana es no poder enseñar el cielo. Todas añoran el azul, es su color favorito. Las más viejas acaban deformadas, se retuercen hacia arriba tratando de vislumbrar el sol; en vano intento de cumplir la función que el diseño de un desconsiderado arquitecto les hizo imposible.

En las ciudades también hay ventanas afortunadas. Éstas ofrecen horizontes de antenas y tejados. Paisajes de edificios y calles. Las de ciudad son ventanas exhibicionistas, cosmopolitas. Dejan que las atraviese el ruido de las calles, el murmullo de los coches, el bullicio de la gente que viene y va. Pero también saben ser paranoicas y encerrarse tras persianas y visillos. Entonces miran hacia adentro, a la oscuridad interior torturada por la luz eléctrica. A las ventanas no les gusta la electricidad, están hechas para la luz solar. La electricidad es solo un triste sustituto. Muchas añoran los tiempos en los que no había cristales y su único abrigo era una tabla de madera.

.

La gran riqueza de una ventana de ciudad es mostrar a los ocupantes millares de ventanas hermanas con las que soñar. La curiosidad es cualidad de toda ventana que se precie. Sobre todo de las más viejas, las fabricadas en madera, esas que ya no deben abrirse porque es posible que no vuelvan a encajar de nuevo. Las ventanas de ciudad se miran unas a otras con impasible descaro. Simulando indiferencia para no perturbarse demasiado, pero son incansables acechadoras de cambios. Ellas tienes su propio lenguaje de signos. Una persiana a medio bajar, una cortina accidentalmente abierta, una pieza de ropa colgada. Cada gesto tiene un significado. Son como las banderas de señales de los marineros. Ningún detalle pasa desapercibido para las demás. A veces, para provocar, una ventana puede proyectar sombras que se mueven en bailes confusos. Otras muestran descaradamente personas que se apoyan en sus quicios mirando hacia afuera. Pero eso no dura mucho tiempo, las ventanas son divas engreídas, poco amigas de ceder demasiado protagonismo a las personas.

Por eso, yo, he hecho un pacto de honor con mis ventanas. Les dejo ser las héroes casi todo el tiempo. Les permito ser curiosas. y dejo que me cuiden a su manera. No les recrimino cuando deciden - impunemente - compartir mi intimidad con las demás ventanas. Tampoco me enfado demasiado cuando son perezosas y dejan que la lluvia o el viento se cuelen con descaro en mi habitación. A cambio, solo les pido unos instantes. Tiempo robado a su arrogante protagonismo. Entonces las abro de par en par, y hago como si no existieran. Ahora soy yo el que miro. Dejo que mi casa se llene de reflejos de sol y de bocanadas de brisa. La neblina se extiende por la bahía y los barcos parecen fantasmas que se escapan de un puerto misterioso. Las gaviotas vienen a saludarme. Pero no dejo que nada me distraiga. Yo solo miro a las ventanas, a las otras ventanas, a las de fuera. Y juego a imaginarme la vida de la gente que está detrás de ellas. Las ventanas son historias.

 

Alberto Rodríguez M.

Solo queda la luz

Foto web de la NASA

Yo la muerte me la imagino como una gran explosión en dos fases. En la primera un torbellino negro arrastra nuestra conciencia. En él giran vertiginosos todos nuestros recuerdos. El pasado y el presente se funden en una sola historia. Ya no importa qué fue real y qué imaginario. Eso es lo bueno de morirse, que ya no importa nada. Los recuerdos bailan como juguetes rotos en la última espiral, arrastrados hacia el vórtice. Se descomponen primero en imágenes para luego volver a fusionarse. Las historias se superponen, se retuercen, se estiran, se entremezclan.  Luego. Luego todo explota. Se consume. Se funde en negro. Se hace el vacío. Un silencio solemne. Infinito. La nada. Y ahí .. ., ahí es cuando todo empieza de nuevo.

Una chispa brillante surca el aire, como si de un fuego artificial se tratara. Es sólo energía, un espíritu libre que ha dejado por fin atrás la pesadez del cuerpo, el sufrimiento de la carne. Vuela feliz hacia arriba. Lo hace sin ruido, ya no quiere molestar a nadie. Cruzando paredes. Sorteando tejados. A veces no puede evitar atravesar el cuerpo de un vivo - todavía añora la piel - arrancando de éste un suspiro. Pero el espíritu no se detiene entre la gente, busca anhelante la naturaleza, la fuente última de la vida. Quiere volver a ser energía. Juega a enroscarse con las nubes, intentando inútilmente deshacerlas en jirones. Luego se deja caer a plomo para sumergirse en el agua. Planea sobre las olas, absorbiendo su frescor. Pequeñas centellas de gotas de agua luminosa se desprenden a su paso. Se funde con la hierba, dejando que se le pegue su olor. Atraviesa montañas, lentamente, disfrutando la experiencia. Quiere estremecerse con la frialdad de la nieve, sentir el tacto rugoso de la tierra, la solidez de la piedra, el ardor del fuego que alimenta el planeta por dentro. Y luego se va. Abandona la Tierra.

Foto web de la NASA

Algunos espíritus son remolones. Quieren disfrutar un poco más de este mundo. Así que se entretienen jugando a ser pájaros, o caballos, o glaciares, o lava de volcán. Les gusta buscar las tormentas para electrocutarse con los rayos. Se funden con las gotas de agua para caer a peso sobre la tierra y dejarse absorber por las plantas. Escapan luego a través de las flores, cuidadosos de no dañar sus pétalos al volver a transformarse en luz. Y después se van. Tienen que irse. Su destino es otro. Así que atraviesan raudos el cielo, sin mirar atrás, ya se llevan todo lo que necesitan. Muchos no pueden evitar un estremecimiento al salir al espacio. Pero no vuelven la mirada. Tienen el recuerdo del aire y las nubes, de la tierra y la piedra, del agua y la nieve. El recuerdo del fuego.

Los espíritus no deambulan errantes por el universo. Viajan buscando su estrella. Cada uno tiene la suya asignada. Ha sido así desde el principio de los tiempos. A veces es un planeta grande, para los espíritus con mucha energía; otras, más pequeño para los espíritus menos hacendosos; los más errantes se enganchan a cometas; los díscolos se convierten en meteoritos. Cada uno tiene su lugar, su función. Todos son cuerpos celestes. Al principio, los espíritus se asientan en la corteza; pero, poco a poco, comienzan a empapar el planeta, su planeta. Le transmiten sus recuerdos. Le  contagian la añoranza del agua y del fuego. Le trasladan el anhelo de todas las plantas, de todos los animales. La ambición de la vida. El tiempo ya no importa. En el reloj del universo los segundos son milenios. 

A veces, las menos, la semilla de la vida fructifica en algunos planetas, y los recuerdos del espíritu se transforman en naturaleza nueva. Es un proceso lento. Empieza en pantanos brumosos, donde extrañas criaturas unicelulares pugnan por convertirse en algo más complejo. Todo tiene un orden establecido. Todo está grabado en la memoria del espíritu. La vida se cocina a fuego lento, entre chispas de volcanes y agua tumultuosa. Otras, las más, el cuerpo celeste  continua el resto de la eternidad como una gran bola de luz. Su resplandor permanente ilumina el camino de los nuevos espíritus errantes que todavía no han encontrado su destino. 

Si algún día estás triste, si te sientes pequeña. Sal a tu ventana una noche sin nubes. Extiende tus brazos hacia arriba y mira al firmamento. Entonces verás la luz. Al final..., ¡solo queda la luz!

 

Alberto Rodríguez M.

Por quién doblan las campanas

Foto de Craig Piersma

“La muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad; por eso,  nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”. Es la frase de John Donne, un poeta inglés del siglo XVI, que se hizo popular cuando Ernest Hemingway la convirtió en título de una de sus novelas más famosas: “Por quién doblan las campanas”. “La muerte de cualquier hombre me disminuye..”. ¿De cualquiera? No es cierto. De cualquiera no. Hay muertes que sentimos como si nos arrancaran un brazo. Otras, en cambio, son solo balas que pasan cerca sin rozarnos, nos alteran momentáneamente, pero seguimos adelante sin hacerlas demasiado caso. En este momento, en el planeta, hay muertes de primera y muertes de segunda. Piénsalo.

En los suburbios de las grandes ciudades de América, de África o de Asia va a morir mucha gente. En los campos de refugiados de Etiopía, de Kenia, de Palestina, de Jordania, de Pakistán o de Turquía va a morir mucha gente. No se sabrá si de esto o de lo otro. No se sabrá si más o menos que antes. Para los muertos de los países desfavorecidos no hay estadísticas, no hay curvas, no hay picos. Es siempre la misma muerte. Sin trajes de protección personal, sin máquinas que prolonguen la vida, sin apenas cuidados médicos. ¡La misma muerte de siempre! Las ONG tienen las manos atadas, todos los recursos se quedan aquí. Hay demasiadas víctimas próximas para pensar en las lejanas. ¿Lejanas? ¡Turquía esta aquí a lado!

Ahora el gran ojo de Mordor de la prensa vigila solo Europa y Estados Unidos. Allí viven los ciudadanos que pagan la publicidad que sale en los noticieros. Hay demasiada información local como para que las penas de otros ocupen espacio en nuestra prensa. Por cierto, me pregunto: ¿por qué las noticias son siempre malas noticias?

Todo por esta enorme prepotencia occidental que se plasma como en ningún sitio en las películas de acción estadounidenses. El rambo de turno con su arma prodigiosa asesina a decenas de “malvados” enemigos. Estúpidos actores de reparto que caen como imbéciles sin tiempo para defenderse. Pero, cuando uno de los buenos es herido, ¡entonces sí es algo grave!. Y como llegue a morir tendremos un drama. Himnos sonando y banderas ondeando orgullosas al viento. ¿De dónde hemos sacado los occidentales que nuestros muertos valen más que los ajenos? Increíble nuestra ceguera. Inadmisible nuestra prepotencia.

La muerte nos iguala. Así lo recitaba Jorge Manrique en sus sentidas Coplas a la muerte de su padre: “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir…allegados, son iguales, los que viven por sus manos y los ricos”.

 

Alberto Rodríguez M.

8/04/2020

¡Arremángate muchacho!

Yo nací cuando Franco todavía gobernaba España. Tal vez esa no es la expresión más afortunada. Dejémoslo en: cuando el régimen franquista todavía manejaba los hilos de este país. Porque en aquel entonces el viejo ya estaba para pocas y, por más mandón que fuera, ya andaba aflojando mucho su tiranía. En casa de mis abuelos, en un pueblo de Castilla, apenas había luz eléctrica: un par de bombillas durante algunos ratos. A por agua había que ir a una fuente pública, sorteando los surcos de barro que la lluvia tallaba cada invierno en las calles sin asfaltar. No recuerdo mucho de Franco, la verdad. Alguna imagen de sus discursos disártricos que no se si es del todo real o prestada por algún NODO que haya podido ver después. Si recuerdo ir con mi abuelo a la era, a trillar el trigo. Con una mula y un trillo de madera incrustado de lascas de pedernal. Allí hice mis primeras prácticas como conductor. Haciendo girar la mula una y otra vez sobre la parva de espigas. Escuchando el inconfundible ruido de la paja que al quebrarse iba soltando, de a poquitos, el preciado grano. Recuerdo el ritual de cada mañana. - ¡Vamos arremángate muchacho! - decía el abuelo, - ¡hay que ponerse a trabajar! -. A mí se me quedó esa costumbre. Suelo empezar la primera clase del día doblando cuidadosamente mis mangas. Es  para mí un ritual de inicio de jornada. Será que nunca he perdido el alma de campesino. ¡Ojalá que nunca la pierda!

Luego fueron muchos años de recogerme las mangas. Vuelvo a corregir. Fueron muchos años en los que España entera se arremangó y el país se transformó por completo. En mi época de estudiante pensábamos que cualquier cosa que venía de fuera era mejor. Desde las chocolatinas hasta los libros. Admirábamos la cultura europea o a la estadounidense. La autarquía nos dejo un inmenso complejo de inferioridad que tardamos en superar. Pero lo hicimos. Los milenials españoles conquistan con descaro el mundo. Como viajeros, como profesionales, como artistas o como influencers (sea eso lo que sea). En mi profesión pasa lo mismo. La mayoría de las veces que asisto a la ponencia de una reputada profesional extranjera, me defrauda. No nos cuenta nada nuevo, nada que no supiéramos ya. No es un fallo, pobrecitos, de los especialistas de fuera, es que el mundo ha cambiado mucho. La información está ahora rápidamente accesible a todo el mundo. La ciencia se transmite a toda velocidad por canales digitales. Sólo hay que arremangarse para acceder a ella.

Foto de Erik Drost

Pues sí. Este país ha cambiado mucho. Hemos diluido tópicos, pulverizado estereotipos. Aquí con menos dinero que en otros sitios hacemos investigaciones fantásticas que acaban publicadas en las mejores revistas del mundo. Somos gente creativa, solidaria, trabajadora. Tal vez podamos mejorar algo en esto último, pero sin andarnos flagelando inútilmente. Creo que la creatividad se nutre del trabajo, pero también del ocio y de tener vida de calidad. Y de esto - afortunadamente - tenemos mucho en esta “tierra de conejos” que es como la bautizaron los primeros romanos que llegaron a la península.

Y… me pregunto yo. Si somos un país sin complejos, en la vanguardia del mundo. Si hemos cambiado tanto, ¿por qué yo no puedo quitarme de encima la axfisiante sensación de que de ésta Alemania, Gran Bretaña o Francia saldrán mejor que nosotros?, ¿por qué no puedo dejar de pensar que aquí se están tomando decisiones que nos van a dejar endeudados de por vida? Aquí los gobernantes han confundido siempre los incentivos económicos con las dádivas sociales. Las primeras fomentan el crecimiento; las segundas lo estancan, pero hacen ganar votos. Te doy un consejo. Es gratis. Puedes rechazarlo si quieres. Como decía mi abuelo: “arremángate muchacho…o muchacha”. Vienen tiempos difíciles.

 

Alberto Rodríguez M.

7/04/2020

No es país para belenes

La gran riqueza de una ventana de ciudad es mostrar a los ocupantes millares de ventanas hermanas con las que soñar. La curiosidad es cualidad de toda ventana que se precie. Sobre todo de las más viejas, las fabricadas en madera, esas que ya no deben abrirse porque es posible que no vuelvan a encajar de nuevo. Las ventanas de ciudad se miran unas a otras con impasible descaro. Simulando indiferencia para no perturbarse 

La política española se parece desde hace demasiado tiempo a un belén viviente de esos que se representan cada año por los pueblos de España. Personajes estereotipados con papeles bien aprendidos, convenientemente entrenados, repiten una y otra vez el mismo discurso. A nadie le sorprenden las palabras del otro, pues todos saben lo que va a decir. El guión fue escrito hace mucho y nunca ha sido revisado. El de los belenes, también el de los políticos.  Si eres de izquierdas tienes que defender lo social y a los obreros, si eres de derechas al capital y a los empresarios. Si eres muy de izquierdas o muy de derechas, tienes que exagerar un poco el papel, para que te perciban como diferente. Si eres de centro…, te jodiste, vas a tener que improvisar; en este país los del centro son actores sustitutos, solo tienen notoriedad cuando los líderes de derecha o izquierda flojean y pueden ocupar temporalmente un poco de su espacio político.

Los actores de los belenes vivientes son aficionados. Están allí por vocación, porque es una tradición que hay que mantener. Unos afanándose por hacerlo bien, otros decididos a disfrutar de la fama; casi todos muy preocupados por conservar el papel en la representación del año siguiente. Al final cada figura suelta su discurso sin mirar a los demás, solo les importa impresionar al público. Se miran de reojo, sí. Unicamente para no superponerse, para no interrumpir demasiado al otro. No siempre lo consiguen. El deseo de impresionar a la audiencia es grande. 

Ahora zagales y pastorcillas, actores secundarios, quieren revolucionar la escena. Su discurso es el mismo, pero lo recitan con habla engolada, con solemnidad fatua poco acorde con el personaje que desempeñan. Parecen querer demostrarnos que las cosas se pueden hacer mejor. Pecan de arrogancia. Tienen demasiada prisa por convertirse en María y José. Van camino de ser buey y asno. No es un belén buen refugio para pecadores. No es la soberbia pecado admisible en lo público, tampoco en un belén.

Este, hace mucho tiempo ya, no es país de belenes. Los papeles de los protagonistas han dejado de tener sentido. Aquí los obreros son empresarios. Se llaman autónomos o pequeña empresa. Hace décadas que los empresarios no esclavizan a los niños en las minas, o pagan a sus operarios con bonos de comida que solo pueden canjear en el economato de la fábrica. Todos queremos un país con los mejores servicios sociales, ¿hay alguien que a estas alturas no esté de acuerdo con que la sanidad o la educación debe ser un derecho para todos?

Ya no es una cuestión de qué sino de cómo.Estamos de acuerdo en los fines, en el objetivo a conseguir, no tanto en los medios. El matiz es importante, pero no tanto como para explicar "desacuerdos tan profundos". Es tiempo de nuevos papeles. Ahora nos jugamos mucho. No quiero en mi gobierno pacientes “sanjoseses”, ni esforzadas “marías”. No quiero pastorcillos rebeldes ansiosos de protagonismo. Me dan pánico los “reyesmagos” que vienen con su caravana de regalos dispuestos a repartir a mansalva donativos sin ningún criterio. No quiero improvisaciones. Los regalos de hoy se hacen con créditos que estaremos pagando durante generaciones. No quiero una España lastrada por la deuda, con sueldos todavía más devaluados, con profesionales que, en vez de emprender en este país, "emprenden" el camino de la emigración. Y, por encima de todas las cosas, no quiero “mesías”, me dan pánico los “salvapatrias” sean de izquierda, de derecha o de centro.

Necesitamos excelencia, no solo un buen trabajo, necesitamos excelencia. Y para ello hay que emplear a los profesionales más destacados, con libertad para tomar decisiones sin necesidad de someterse a consignas partidistas. Quiero los mejores especialistas en salud tomando decisiones sobre la enfermedad, los mejores economistas diseñando políticas que aseguren un buen futuro, los mejores especialistas en lo social creando planes de ayudas sostenibles. Discúlpame si se me ha olvidado usar el lenguaje inclusivo. Es que sencillamente - perdóname la grosería - ¡me la pela! Es obvio que da igual que sean mujeres o hombres, blancos o violetas, homo o hetero, nacidos aquí o en Beluchistán. Sólo hace falta que sean buenos, mejor que eso: ¡excelentes! No está el país para belenes.

 

Alberto Rodríguez M.

6/04/2020

.

Solo queda la luz

Alberto Rodríguez
Licencia Creative Commons
Versión para imprimir | Mapa del sitio
© Psicoterapias by Alberto Rodríguez