Foto de Alfred Grupstra
Tendría unos cuarenta años, vestía traje negro raído, desgastado del tiempo y de los caminos. Avanza con andar alucinado, con el impulso último de la desesperación. Lleva una maleta de mano destartalada y carga un bebé aparentemente dormido sobre su hombro. El hombre es sólo uno más de una fila de refugiados, de fantasmas desahuciados de alguno de esos países destrozados de oriente próximo. Seguramente sirio, eso es lo de menos. La cámara graba desde abajo, apostada en una cuneta. Los caminantes no se percatan de su presencia. O casi ninguno. Una niña de pocos años sigue al hombre del traje negro. Viste una túnica desastrada y va descalza, abraza algo que parece una manta. Gira la cabeza despacio sonriendo al cámara mientras continúa caminando. Pelo azabache rebelde, sonrisa desdentada, ojos negros enormes que remarcan su carita sucia. El plano busca al siguiente espectro, la caravana del terror es larga.
Quiero pensar que el bebé solo estaba dormido. Quiero pensar que unos metros después el hombre se detuvo y ofreció su mano a la niña. Quiero pensar que era su hija y no una huérfana más de las que recorren las veredas del planeta. Quiero pensar que juntos llegaron a algún sitio, que alguien les ofreció cobijo, que tuvieron un futuro en alguna parte. Yo no me olvido del hombre. Ni de la niña. Ni del bebé aparentemente dormido. Ese día me prometí que nunca más volvería a quejarme. ¡No lo he conseguido!
Alberto Rodríguez M.